El secreto de un oficio
Fue un privilegio, una satisfacción profunda, poder compartir páginas con el maestro, porque Espinàs representa la esencia misma de lo que tratamos de configurar cotidianamente
Josep Maria Fonalleras
Escritor
El último día que vi a Josep Maria Espinàs fue hace unos veranos en el Almadraba Park, el hotel de la familia Subirós-Mercader. Paseaba por el jardín, un mirador espléndido, un balcón ufano ante la bahía de Roses, y nos informó, a mí ya una amiga, que estaba escribiendo su biografía. "La hago en decasílabos", nos dijo. Añadió que era la manera más natural que había encontrado de poner obstáculos a todo lo que habría salido de su máquina de escribir, una Olivetti de color azul, tirando a ceniza, si hubiera optado por no tener límites. De hecho, los tenía, y sobre todo se imponía uno que era la piedra de toque de su literatura: “¿Es necesario? ¿Siempre debes preguntarte esto cuando escribes?”. No lo decía en referencia a una hipotética autocensura, sino como tratado de poética. ¿Es necesario escribirlo con un estilo ampuloso o con un exceso de adjetivos? ¿Hay que expandir la imaginación sin tener los pies en el suelo, en el bien entendido de que “suelo”, aquí, significa sintaxis, significa control del instrumento de la lengua?
Lo veíamos escribir en la terraza de la habitación, que daba al mar. Luego, cenaban, él, su esposa Lina y su hija Olga, y, discretamente, pasaban al exterior para la sobremesa. Me gustaba que me volviera a repetir, de viva voz, lo que ya había contado muchas veces. Cuando en 1976, Josep Faulí le propuso colaborar en el 'Avui' con un artículo quincenal o mensual, él contestó que era demasiado trabajo, que, como mucho, podría escribir uno cada día. Y así fue, durante más de cuatro décadas, más de once mil piezas, miradores, o “pequeños observatorios”, como se llamaba la sección que a lo largo de veinte años hizo para EL PERIODICO. Fue un privilegio, una satisfacción profunda, poder compartir páginas con el maestro, porque Espinàs representa la esencia misma de lo que tratamos de configurar cotidianamente. Observar, mirar, estar atento, procurar destilar todo lo que te llega, que te emociona, que te enfada o te hace aplaudir, o que, simplemente, pasa por delante de tus ojos. E intentar explicarlo en una lengua ágil y discreta, sin un exceso de sentimentalismo, con la justa medida de las cosas, y consciente de que hacerlo cada día es más el trabajo de un artesano (con material evanescente) que no la eclosión estallante de un artista. Como mucho, uno cada día, porque es en la periodicidad, en la constancia, donde se esconde el secretoar de este oficio. Esto nos enseñó Espinàs.
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