Cómo nos reímos
Alexis Ravelo era inteligente, cariñoso y divertido por si acaso, una modalidad especial, quizás única de serlo
Juan Tallón
Escritor.
Alexis Ravelo era el mejor calvo que he conocido en mi vida. En una ocasión, cenando en un encuentro de escritores en Fuerteventura, nos sentamos juntos y me explicó por qué era mejor no tener pelo que sí, y durante un segundo, o a lo mejor medio segundo, para no exagerar, me hizo dudar. Hacía cosas increíbles con los verbos y los sustantivos. Algunas cosas solo sabía hacerlas él, o, en todo caso, era el mejor haciéndolas. Tenía siempre a mano teorías, historias, ideas, como si fuesen mecheros, o caramelos, o chicles que llevaba sueltos en los bolsillos porque siempre vienen bien. Era inteligente, cariñoso y divertido por si acaso, una modalidad especial, quizás única de serlo.
Cualquier autor respiraba tranquilo en el momento que llegaba a un evento con otros escritores y descubría que también estaba Alexis Ravelo entre los participantes. Lo veías, y de pronto había pasado lo malo, aunque aún no hubiese pasado nada. Fue, quizá, el escritor que mejor trató a otro escritor, el que leyó con más generosidad a sus colegas, el que siempre brilló entre la multitud, el que divirtió a más escritores, el que cultivó con mas entusiasmo la profesión de escritor. Fue el novelista que nunca se estuvo quieto. Te lo encontrabas en Madrid, en Barcelona, en Gijón, en Getafe, en Cádiz, en Málaga, en Fuerteventura, en Tenerife, en Gran Canaria, en Madrid, en Valencia…
Nada más fácil que encariñarse de Alexis. Ya ves. Eso nos pasaba a todos. ¿Quién lo conoció que no consiguió quererlo, y que no se sintió abatido el lunes, al enterarse de su muerte? ¡El milagro era que Alexis te quería a ti! Admirarlo también era sencillísimo, porque era un escritor excepcional, preocupado por no repetirse y subir siempre la apuesta. Lo vi por ultima vez en Gran Canaria, en septiembre, cuando 70 escritores nos quedamos aislados por el temporal 'Hermine' en un hotel. Cómo nos reímos. Estábamos allí para disertar de un libro durante 10 minutos. El que menos hablaba, sin embargo, empleaba el doble. Algunos llegaron a los 45. «Yo voy a usar ocho. El resto, para ti», me dijo. Así que ahora, además, también le debo dos minutos.
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