Perú: la rebelión de los "pobres diablos"
Las élites que menospreciaron a Pedro Castillo no esperaban que tras su caída se activaría una ola de protestas tan intensa como la que está aconteciendo desde hace un mes y medio
Salvador Martí Puig
Catedrático de Ciencia Política de la Universitat de Girona
Salvador Martí Puig
En Perú, hasta que la crisis no llega a Lima, no tiene importancia. Son muchos los analistas que afirman que las élites capitalinas (y por lo tanto nacionales) no hicieron caso de las masacres perpetradas por la sanguinaria guerrilla maoísta Sendero Luminoso hasta que no experimentaron el terror de las bombas en sus propios barrios. Algo semejante ha ocurrido con las protestas que estallaron en casi todas las regiones del país en oposición al encarcelamiento del débil y aislado presidente Pedro Castillo desde el mismo día 7 de diciembre del 2022. Unas protestas que, en vez de ir a menos, se han intensificado hasta convertir la capital en un campo de batalla, y que ya se han cobrado más de 60 vidas.
Es difícil, a día de hoy, entender qué quieren los que se manifiestan contra el poder, ya sea en Lima, en Puno o en Chota. Entre los manifestantes no hay líderes, ni portavoces ni plataformas organizativas que propongan un listado de demandas a negociar. Quienes se manifiestan impulsan una enmienda a la totalidad a la clase política peruana y a sus instituciones, pero sin ninguna propuesta concreta. Así las cosas, esta crisis no es equiparable a las multitudinarias manifestaciones de la Marcha de los Cuatro Suyos que los días 26, 27 y 28 de julio del año 2000 quebraron la hegemonía 'gansteril' del fujimorismo y cuestionaron la credibilidad de su tercera victoria electoral. Nada que ver. Quienes hoy protestan -a diferencia de hace 23 años- no son líderes, ni partidos, ni movimientos sociales, sino una multitud anómica de origen humilde que está harta de ser ninguneada y que se puede identificar con el (calificado por las élites) “pobre diablo” que fue Pedro Castillo en la presidencia. Un presidente que no pudo ni supo gobernar, pero que también fue ninguneado y menospreciado por el 'statu quo' por su origen, cultura, ascendencia, forma de vestir y hablar. Ninguno de los que lo insultaron -ya fueran congresistas, empresarios, tertulianos o intelectuales- esperaban que tras su caída se activaría una oleada de protestas tan intensa, longeva y contundente como la que está aconteciendo desde hace más de un mes y medio.
Por otro lado, desde el poder y los medios de comunicación califican a los manifestantes como masas violentas que “terruquean” -verbo creado a partir del sustantivo “terruco” que se utiliza para nombrar de forma despectiva a los miembros o simpatizantes de Sendero Luminoso-. Es decir, para el 'establishment' los manifestantes son filoterroristas a los que hay que neutralizar y, por lo tanto, se justifica la represión desplegada por los cuerpos armados, incluso en la misma Universidad Nacional Mayor de San Marcos, la decana del continente. El problema reside en que este sector, si bien tiene a su lado a las Fuerzas Armadas, tampoco goza de demasiado apoyo social, pues las encuestas en curso señalan que ni el Congreso ni la actual presidenta tienen más de un 10% de aprobación. Precisamente por ello es falso el discurso oficial que reza que “la situación está controlada”, aunque sí parece que el nuevo Ejecutivo está dispuesto a utilizar todos los recursos a su disposición para mantenerse en el poder.
Nadie sabe cómo puede terminar este episodio. Por ahora queda claro que hay un fuerte descontento entre los sectores sociales empobrecidos del campo y de la informalidad urbana, y una tenaz resistencia de las élites tradicionales por mantenerse en el poder. Las clases medias citadinas, mientras tanto, temen un nuevo ciclo de inestabilidad económica y política que lastre su frágil situación de bienestar. En este contexto no sería descabellado pensar en que, a medio plazo, todo lo acontecido desemboque en nuevas elecciones que supongan, además de renovadas autoridades, la redacción de una Constitución.
El problema es que Fujimori legó, además de un notable crecimiento económico, una herencia perversa: la atomización organizativa, la corrupción, la desideologización y el sálvese quien pueda. Así las cosas, la salida a la crisis no reside en reprogramar comicios ni en redactar leyes fundamentales, sino en pensar cómo reconstruir el tejido social, vertebrar formaciones con implantación territorial que generen confianza, que articulen demandas y que creen interlocución. Sin intermediación, interlocución y confianza es imposible construir y dar vida a una democracia.
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