Artículo de Andreu Claret

Vía Layetana, 43

No se trata de “echar a la policía española”, como pretenden los independentistas, sino de recordar y explicar a los jóvenes lo que ocurrió en el edificio

Edificio de la Jefatura de la Policía Nacional en Vía Laietana.

Edificio de la Jefatura de la Policía Nacional en Vía Laietana. / Joan Cortadellas

Andreu Claret

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Vivo cerca de la Via Laietana y a menudo me toca caminar por delante del número 43. No puedo hacerlo sin que la mirada se me vaya al edificio de la comisaría. Siempre echo un vistazo al callejón donde paró la lechera hace muchos años (así llamábamos a las camionetas de la policía franquista), nos hicieron bajar y nos llevaron a los calabozos, previa identificación y sesión de intimidación. Cada uno en una celda. Al primero que llamaron fue a José, hijo de un guardia civil y el más decidido de todos nosotros. Nos habían pillado cantando canciones contra el Caudillo en el vestíbulo de la facultad y querían saber quién lo había organizado. Además, alguien había repartido octavillas con una caricatura del capitán general, Alfonso Pérez Viñeta, llamándole ‘Pérez-Puñeta’, y el hombre estaba indignado. Nosotros nada teníamos que ver con los pasquines, pero alguien tenía que cargar con el mochuelo. Al cabo de unas 10 horas volvió José. Tuvieron que ayudarle a bajar la siniestra escalera que iba de los calabozos a los despachos porque no se tenía en pie. Al poco tiempo se le pusieron los testículos y el costado derecho negros como el carbón de la paliza que le habían propinado. Esto era, entonces, Vía Layetana, 43.

A los policías de la brigada político social no les hacía falta levantar la voz. Quienes estábamos comprometidos en la acción contra el franquismo sabíamos que aquella comisaría había sido la casa de los horrores. Los más jóvenes habíamos oído hablar de las torturas que le infligieron a Tomasa Cuevas, militante del PSUC, en los años del primer franquismo, cuando el comisario a cargo de los interrogatorios era Pedro Polo. La señora Cuevas pasó dos meses prostrada en la cama. Polo se fue y llegaron los hermanos Creix. Detuvieron antifranquistas a diestro y siniestro. Maltrataron a obreros, estudiantes e intelectuales. Algunos con arrojo suficiente, como el poeta Pere Quart, por decirle a uno de ellos: “Creix, però no et multipliquis”. Manuel Vázquez Montalbán, que también pasó por las manos de aquellos desalmados, los llamaba “profesionales de la humillación”. Se refería, supongo, a que los métodos fueron ganando en sofisticación sin perder en brutalidad, tras el viaje que Antonio Juan Creix hizo a Estados Unidos para perfeccionar interrogatorios.

Un día, no hace mucho, me acerqué a uno de los policías que montan la guardia y le pregunté por una calle. Se puso un poco tieso, pero me dijo, amablemente, que fuera al bar de la esquina porque él no lo sabía. Yo necesitaba hacerlo para cerciorarme de que los tiempos son otros. Puedo comprender que el muchacho, que debía tener mi edad de cuando yo pasé 72 horas muy desagradables en aquella comisaría, se indigne al ver que hay quien le equipara con los que torturaron a Tomasa Cuevas. Espero que él entienda, también, que haya quien quiera hacer de aquel edificio un lugar de memoria. No para “echar a la policía española”, como pretenden los independentistas, sino para recordar, y explicar a los jóvenes lo que ocurrió en aquel edificio mientras los Polo y los Creix ejecutaban las órdenes de Franco.     

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