Treintañera y cabreada
Garantizar a los jóvenes un buen futuro es más que una cuestión de orden público: es una inversión de futuro
Care Santos
Escritora
Qué poco nos cabreamos en este país, qué poco demostramos nuestra indignación, incluso ante las cosas más flagrantes. Deberíamos protestar mucho más.
Tengo 52 años y tres hijos que aún no piensan en independizarse. Si en lugar de eso tuviera 30 y un sueldo estándar, estaría muy cabreada. Así que voy a escribir este artículo desde esa perspectiva, que será —presumo— la de mis hijos dentro de una década. Voy a escribir desde un cabreo monumental que hago mío sin ningún esfuerzo y que los políticos deberían atender, porque garantizar a los jóvenes un buen futuro es más que una cuestión de orden público: es una inversión de futuro.
Supongamos, pues, que tengo 30 años, y quiero irme de casa de mis padres. Tengo un grado, dos másteres y varios idiomas pero solo he logrado un trabajo temporal y a tiempo parcial. Gano 900 euros al mes y no encuentro ningún alquiler por menos de 1.000. No me da la gana irme a vivir a una habitación de 20 metros cuadrados de un piso compartido. No tengo pareja y quiero vivir sola, porque aprecio mi soledad o porque no deseo vivir con desconocidos. El Gobierno cacarea ayudas, pero a mí ninguna me ayuda realmente. Siento que los dirigentes no hacen nada por mí, que no les importo. Por eso ellos no me importan a mí: hace tiempo que no voto. Algunos de mis amigos y amigas no han votado nunca, no creen que la política les concierna. Me quedan pocas opciones: esperar una oportunidad como un milagro, aceptar ayuda de mis padres o renunciar a algo (pero, ¿a qué?, ¿a la soledad?, ¿a la independencia?). Puedo también, claro está, quedarme donde estoy, que es la mayor renuncia. La del futuro que se aplaza, se pone en ‘stand by’, a saber hasta cuándo y a qué precio.
Podría abandonar mi ciudad, donde los precios son inasumibles, y marcharme a vivir al campo. O buscar trabajo en el extranjero, largarme para no volver. Lo han hecho algunos conocidos. Yo, en cambio, no me veo cambiando de vida, de gente, de paisaje. No faltan los que me critican por ello. «No espabilas», me dicen. «Habéis tenido las cosas demasiado fáciles». «Yo, a tu edad…». Y luego está la condescendencia: «Estos no se van porque los tratamos demasiado bien». Es verdad, conozco treintañeros muy apoltronados en el sofá del salón de sus padres. Aunque pocos que estén ahí por gusto, o por pereza.
Nadie se extrañe si nos da la risa cuando los políticos, los mismos que nos vuelven la espalda, lamentan las bajas tasas de natalidad de los de nuestra generación. ¿Cómo vamos a ser padres si no logramos dejar de ser hijos? Podríamos, acaso, volver a los modelos de convivencia familiar de otros siglos. Vivamos todos juntos, padres, hijos, nietos y hasta bisnietos. Así igual entre todos conseguiremos pagar el alquiler y los suministros. También podríamos abrazar una religión que abogue por la poligamia. Con parejas de cinco o seis miembros sería más fácil cubrir gastos, digo yo, y hasta darse algún capricho. El modo de lograr que la generación con más títulos de nuestra historia deje de ser la más frustrada de todos los tiempos.
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