Parece una tontería | Artículo de Juan Tallón

Agujeros no

La oquedad desazona. Es lo primero que encuentran los ojos, aunque no lo busquen

Archivo - Un obrero trabajando en una construcción.

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Juan Tallón

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Nuestra naturaleza soporta difícilmente los agujeros. Nos inducen un extraño estado de desasosiego, que obliga a mirar hacia otra parte. Distingues un agujero y el primer deseo es que desaparezca, que se rellene, y después apartas la vista, por si acaso. No importa si el agujero es en el suelo, en un bolsillo, en los recuerdos, en la pared. Apuntan siempre a un peligro latente, sin forma. En 'Crímenes ejemplares', de Max Aub, donde decenas de asesinos relatan sus homicidios, a menudo ejecutados sobre unos móviles ridículos, hay un señor que admite haber matado a un amigo muy apreciado porque no le devolvió un libro. «¡Me negó que le hubiera prestado aquel cuarto tomo…! Y el hueco en la hilera, como un nicho», decía. 

La oquedad desazona. Es lo primero que encuentran los ojos, aunque no lo busquen. Desde hace meses, cada vez que salgo de casa y camino cien metros en dirección al centro, me encuentro con las mismas obras, en la calle Concordia. Un día y otro, una semana, un mes, casi un año y los agujeros siguen ahí, como la ropa tirada en el suelo que deja mi hija por toda la habitación: la recoges, la doblas, la guardas y sigue estando tirada en el suelo. Al principio deseaba que las obras se acabasen pronto, que llegasen las baldosas, los árboles, el asfalto, los coches, la contaminación, los aparcamientos en doble fila, incluso los atropellos leves. 

Los agujeros que quedaron cuando la llanura desapareció de un día para el otro, parecen a punto de hablar. Tienen algo de esencia insoportable. Quizás es que temo a caerme al fondo, o a que salga algo de ellos. Pero, inexplicablemente, ya me acostumbré. Al principio los veía y me dejaban los ojos hirviendo, llenos de chispas, como si hubiese estado mirando una soldadura sin máscara protectora durante un par de horas. Ya no.

Me apesadumbraría si encontrase una mañana la calle acabada, lisa, radiante, y que nadie pudiese precipitarse al vacío, como mucho al suelo, o no tuviese que desviarse. No sé a partir de qué momento empecé a contemplar las obras públicas como ficción. Alcanzaron la categoría de irrealidad, que se desempeña lenta, largamente, como los títulos de crédito de las películas con los que en cierto sentido se quiere evitar lo inevitable, que la película se acabó. Cuando salgo a algún recado, y no me queda de paso ir por ahí, hago por pasar igualmente, como si el recado, en realidad, fuese el rodeo. En casa le cogimos el gusto al capítulo diario de socavones, maquinaria, ruido de radiales, taladros, compresores. «Es una obra perpetua, sin final», dijo Marta el otro día, al desfilar por delante, mirando con odio los abismos abiertos. «Qué va. Es una obra maestra. Maravilla», propuse yo. Me parece que ya no sabemos qué se está construyendo. Tal vez también lo olvidaron los albañiles, y por eso nunca acaban su trabajo, porque no recuerdan qué querían que hacer, así que se dejan llevar a ninguna parte. «A lo mejor solo están enterrando un hueso», sugirió mi hija.

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