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Brasil digiere el golpe

Seguidores de Jair Bolsonaro, durante el asalto a las instituciones en Brasilia.

Seguidores de Jair Bolsonaro, durante el asalto a las instituciones en Brasilia. / ADRIANO MACHADO

Albert Garrido

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La densidad de la trama que se encuentra detrás del asalto a las instituciones del Estado en Brasilia se acrecienta conforme pasan los días y avanzan las pesquisas para identificar a los promotores del fallido golpe que el último domingo puso en riesgo la democracia en el país más grande de América del Sur. Algunas certidumbres empiezan a cobrar forma: los investigadores han identificado a más de cincuenta personas y por lo menos siete empresas financiadoras de los viajes a la capital de Brasil de la mayoría de los alborotadores; el presidente Luiz Inácio Lula da Silva ha acusado a las Fuerzas Armadas y a la policía militar de connivencia con los saltantes; según una encuesta de Datafolha, el 93% de los brasileños desaprueba sin reservas la acción de los revoltosos. Un resumen provisional permite llegar a la conclusión de que una minoría exaltada que no reconoce la victoria de Lula, al igual que Jair Bolsonaro, se puso en marcha para animar al Ejército a dar un golpe.

Sería ingenuo inferir de todo ello que pasó la tormenta sin mayores daños que los causados al patrimonio. Porque una minoría movilizada en un país de más de 200 millones de habitantes, capaz de arremeter contra los poderes del Estado, es forzosamente numerosa y debe estar razonablemente bien organizada y coordinada. Porque la deslealtad del Ejército es algo más que una sospecha; parece más un ingrediente necesario para que la turba ocupara los edificios sin encontrar mayor oposición de las fuerzas del orden. Porque las acampadas frente a los cuarteles no parece que incomodaran al generalato, que durante la presidencia de Jair Bolsonaro disfrutó de unos privilegios y cuotas de poder que se han desvanecido. Porque una parte de las iglesias evangélicas se han convertido en una suerte de brazo confesional de la extrema derecha, transformados algunos púlpitos en tribunas para alentar la insurrección.

Esa sumaria relación de actores dispuestos a desestabilizar la normalidad democrática es tributaria de una sociedad radicalmente dividida, donde la distancia entre el progreso y la mayor de las miserias forma parte del paisaje desde tiempo inmemorial, con las culturas de la prosperidad y de la pobreza irredenta apenas separadas en ocasiones por la anchura de una calle. Hace generaciones que en esa sociedad tan dual dejó de tener sentido la frase del poeta mexicano Amado Nervo: “La vida es como un arca inmensa llena de posibilidades”. Cuando Lula, el ganador de las elecciones de 2003, proclamó que su mayor ambición era que todos los ciudadanos tuvieran aseguradas tres comidas al día, no hubo forma de rehuir la sensación de quiebra absoluta de la cohesión social; cuando 18 años después renueva la misma ambición, lo menos que cabe decir es que es un hecho el agravamiento de tal quiebra.

Esos datos y otros muchos explican la necesidad moral de esclarecer los hechos, de llevar a los responsables ante la justicia y de restablecer la normalidad institucional. La profesora de la Universidad de Chicago Susan Stokes abunda en esa idea: es preciso que se depuren responsabilidades para fortalecer el sistema. Recuerda la profesora que en Estados Unidos ha arraigado el temor a que si el comportamiento presidencial de Donald Trump llega a los juzgados, se abrirá la puerta a que, a partir de entonces, cada cambio de Administración conlleve una serie inacabable de investigaciones, acusaciones y pleitos. Pero recuerda Stokes que en Brasil tal cosa no ha sucedido nunca a pesar de la multiplicación de procesos con gobiernos de distinto signo.

Los sucesos del día 8 en Brasilia han dejado una cicatriz evidente en el sistema, en el entramado institucional, en un Gobierno con composición y apoyos variopintos que apenas ha echado a andar, en una sociedad estupefacta que creyó que una asonada era posible, pero que en el fondo no creyó que pudiera producirse. El bolsonarismo está ahí para quedarse, impulsado por el ejemplo de Estados Unidos y la presidencia de Trump -la multitud enardecida de Brasilia se parecía hasta el menor de los detalles a la de Washington del 6 de enero de 2021-, pero tal cosa no puede ser un obstáculo para sentar a los alentadores del golpe ante el espejo del Estado de derecho.

En la historia de Brasil, desde el golpe de 1964, el reproche del escritor Jorge Amado a las élites por su conducta prelógica se ha encarnado más de una y de dos veces en presidentes, gobernantes y grandes hacendados, poseídos por una especie de menosprecio ante la pobreza lacerante, como si los desheredados de la tierra fuesen los culpables de su estado de postración irremediable. El general Emilio Garrastazu Medici, presidente de Brasil durante los conocidos como años de plomo (1969-1974), fue capaz de resumir en una frase concisa y escueta tal estado de ánimo, de hastío quizá, por la molesta presencia de la pobreza en todas partes: “La economía va bien, pero el pueblo va mal”.

Desde los días del general ha pasado mucha agua bajo los puentes, pero es un hecho que Jair Bolsonaro ha atraído voluntades entre los segmentos más rancios de la sociedad portuguesa, protectores entusiastas de cultos muy conservadores y de una gestión del medioambiente pensada solo para favorecer al sector agroalimentario y a las industrias extractivas, necesitadas de una cantidad de mano de obra relativamente pequeña y poco especializada para obtener grandes beneficios. Pero media un mundo de ahí a deducir, a partir de los resultados de la elección presidencial de octubre, que la mitad del país es un conglomerado de golpistas dispuestos a todo, como demuestra ese 93% que reprueba la intentona golpista. Lo que sí es perceptible es el temor de las clases medias urbanas de los estados más prósperos a perder parte de sus privilegios en las reformas sociales que defiende Lula. Algo que, por lo demás, se percibe en toda América Latina a raíz de la ola progresista que suma victorias electorales de México a Chile y llena la atmósfera de interrogantes. Nada es demasiado nuevo en la sacudida brasileña; todo resulta tristemente familiar en el desafío bolsonarista a la democracia.

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