Cuando fui monje y Paco Martínez-Soria
Recordando mis días en el monsterio de Poblet pienso en la posibilidad de parar, respirar, mirar y callarnos un poco
Miqui Otero
Escritor
Ha muerto el padre Paco Martínez-Soria. La frase es tan llamativa como confusa, porque quien ha fallecido a los 88 años es el hijo del actor cómico, un monje del monasterio de Poblet (había llegado en su juventud para un retiro espiritual).
Yo también fui unos días a Poblet, en octubre de 2015, aunque no sé si podemos llamar retiro espiritual a la necesidad de acabar una novela. Ser huésped en Poblet es como atrasar el reloj 10 siglos o convertirte en un personaje de ‘El nombre de la rosa’. Es obvio que exagero, pero las rutinas y el silencio acentúan esa sensación (las paredes son tan anchas, que al menos mi teléfono se quedaba sin cobertura cuando estaba intramuros).
Nada más llegar, se te entregaba un juego de toallas con la insignia del monasterio y la llave de una austera, pero muy cuca, habitación con escritorio. También el programa de rezos y ceremonias del día y las silenciosas normas de la casa, que analicé atentamente con David, un amigo que también había ido a escribir. Una jornada allí es un apretado horario de actuaciones como del Primavera Sound. A las 5.15, Matines, a las 7.00, Laudes, a las 8.00, misa conventual. Luego el almuerzo, la plegaria, la comida. A las 18.30, Vespres, que dan paso a la cena. Luego lectura y por último, a las 20.30, Completes.
El huésped es libre de asistir y, de hecho, nosotros fuimos al último oficio el primer día. Los monjes cantaban de ida y vuelta en dos bancadas, con una compleja coreografía. Se sentaban, se levantaban, giraban. Me vi, de repente, imitando los movimientos y fingiendo saber los salmos, algo así como Bob Dylan en ‘We are the world’ (o como un futbolista que no se sabe bien el himno o como un espontáneo en un vídeo de ‘Vogue’ de Madonna).
No podía ir a todo, porque estaba escribiendo, pero a las comidas asistíamos siempre. Se hacían en el precioso refectorio del siglo XI. Las mesas, dispuestas en U, eran de tres comensales, que debían compartir una botella de vino de un litro para todos los ágapes. Se comía en silencio, escuchando a un monje que leía desde un pequeño palco pasajes bíblicos y vidas de santos. Era como almorzar escuchando un ‘podcast’ de ‘Juego de Tronos’ y pronto aprendí a pedir que me pasaran la sal sin abrir la boca.
Como el resto del día trabajaba, empecé a aguardar las Vespres con emoción de concierto de grupo favorito. Recuerdo versos concretos: “Los que sembraron con lágrimas en los ojos; llorarán de dicha en la siega”. Yo, claro, lo aplicaba a las dificultades de la novela. La penúltima noche, después de pensar que había sido invisible durante ocho días, un monje me cogió del codo para muy amablemente decirme: “¿Sabes cómo te llamamos aquí? El huésped despistado”. Por lo visto siempre iba por ahí un pelín tarde y con cara de andar pensando en otra cosa (seguramente en mis personajes).
En esos días, afiné la mirada de una forma paranormal. Fuera del carrusel hiperacelerado de nuestras vidas, me daba cuenta de cada mínimo detalle, de cada gesto de un monje, del que llevaba un calcetín de cada color, del que bebía demasiado rápido o del que era un poco goloso en el desayuno. Pocas veces he sentido que podía escribir de forma más nítida.
Al quinto día mi novia ya debía pensar que había encontrado mi vocación, y en cierto modo así era. Pensé si quizá podría ser en mi día a día más tranquilo y menos bocazas. El caso es que el día que me fui tocaba en Barcelona uno de mis grupos favoritos (Comet Gain) y acabé gritando tanto que me quedé afónico.
Pero, aunque no rezo por las noches (ya me gustaría que nuestra cultura, además del sentimiento de culpa, me hubiera legado algo de fe), pienso continuamente en aquellos días, en la vida de Paco Martínez-Soria. Y en la posibilidad de parar, respirar, mirar y callarnos un poco.
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