Reivindicación científica

Alfred Wallace y el optimismo de los glaciares

Del empuje entusiasta que nació con el naturalista hace 200 años beben hoy las esperanzas y trabajos de la ciencia contra la crisis climática

Imagen de un glaciar llegando al mar

Imagen de un glaciar llegando al mar / Pixnio

Carol Álvarez

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El último estudio que hemos conocido sobre la crisis climática está centrado en el deshielo de los glaciares y señala que dos de cada tres glaciares de montaña habrán desaparecido al acabar el siglo, con las proyecciones a futuro sobre el calentamiento global que manejan los científicos. Un aumento de la temperatura de +1,5 grados abre un escenario distinto al de 2, tres o cuatro grados para 2100. La investigación llega a mitad del invierno más cálido que recordamos, con muchas estaciones de esquí a medio gas, añorando la nieve de toda la vida en estas fechas. El “toda la vida fue así” se acabó y lo leemos hace años: desde 1850 los Pirineos han perdido una decena de glaciares. Hasta los islandeses, en el remoto norte, pusieron en 2014 una lápida a los pies del Okjokull, el primero de sus 400 glaciares perdido en lo que transcurre un siglo. Ahora sabemos que de seguir así el calentamiento de la Tierra, en 200 años Islandia perderá el resto. 

No todo es irreversible

Es justo una islandesa la coautora de uno de los informes de la ONU, a partir del trabajo de cientos de expertos de todo el mundo, centrado en el impacto de las temperaturas sobre los glaciares y su efecto regulador de la atmósfera. La profesora de glaciología Guðfinna Aðalgeirsdóttir se concentra en buscar soluciones para frenar el calentamiento global en el informe: el cambio de los hábitos de consumo y el impulso de políticas ambientales más ambiciosas pueden reducir en algún grado de temperatura el efecto, y nos viene de un grado. Porque lo ve difícil pero posible podemos ser optimistas: no todo es irreversible, y conviene no olvidarlo.

La ilusión de cambiar las cosas no es pura imaginación. Solo la confianza en nuestra capacidad nos ayudará a evolucionar, y eso es así desde que otro científico, Darwin, lo puso negro sobre blanco con su teoría de la evolución.

No es Darwin, con todo, sino un coetáneo suyo mucho menos reconocido quien debería de servir de gurú de estos tiempos. Alfred Wallace nació ahora hace 200 años, cuando la crisis de los glaciares y los gases invernadero no estaba en la agenda pública, y su trayectoria superó todas las expectativas. Ni tenía las ventajas del buen linaje, ni la vida acomodada que facilitó el estudio a Darwin, pero siendo un paria de la sociedad científica de la época se hizo a la mar para explorar el pálpito que tenía sobre la relación entre las distintas especies con océanos por en medio, migraciones y fronteras biológicas. Creó su teoría de las especies paralelamente a Darwin, pero pasaría a la historia como el descubridor del límite que lleva su nombre, la línea Wallace, entre Asia y Oceanía, que divide la fauna y flora en su evolución.

Su apasionante vida fue una combinación de fracasos y derrotas épicas, como el naufragio del Helen, el barco que le traía de vuelta de Brasil a Londres con centenares de especímenes vivos hallados en sus exploraciones y que ya apuntaba la selección natural de las especies. Todos conocemos el Beagle, el legendario barco de Darwin, pero el Helen…corrió la misma suerte que la figura de Wallace, muy perjudicado por la historia escrita por los vencedores. 

Reivindicar hoy a Wallace es recuperar su visión: imprimió a sus trabajos científicos un peso invisible pero prolongado en el tiempo de espiritualidad. Quedó fascinado por todo aquello que pervivía en las sociedades indígenas y que no era estrictamente necesario para su evolución, como las canciones y otras formas culturales únicas. El alma, la ilusión, no solo fueron para él un elemento de estudio a incluir en sus teorías, también fueron un acicate para que se repusiera una y otra vez de los reveses que sufrió y que pusieron en riesgo multitud de ocasiones sus proyectos.

De ese empuje y obstinación entusiasta que nació con él hace 200 años, y que ha pervivido soterrado hasta nuestros días, es del mismo que beben las esperanzas y trabajos de la ciencia actual, que no tira la toalla en sus llamamientos para frenar los efectos humanos que podrían llevar al colapso. Va de un grado de temperatura. ¿Lo intentamos? 

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