Pequeñas epifanías cotidianas
Sobre los magos de Oriente y otras repentinas iluminaciones
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Tres sabios oriundos de reinos orientales, de Persia, de Arabia y de la India lejana, pusieron rumbo a Judea montados en sus camellos, siguiendo el fulgor de un cometa. Atravesaron el desierto sin perder la esperanza, aun cuando a lo largo del camino las nubes entintaban la estela de fuego en el cielo. Avanzaron confiando en su instinto. O en sus dotes proféticas. «¿Dónde está el rey de los judíos?», preguntaron los magos a Herodes llegando a Jerusalén. Según la tradición cristiana, fueron los primeros gentiles en ver a Jesús, a cuyo pesebre llegaron siguiendo el rastro de la estrella, convencidos de la condición divina del recién nacido. El astro se detuvo sobre el niño: una epifanía, un golpe de clarividencia. Creyentes y no tan creyentes lo celebran, ya casi despojado de sentido, cada 6 de enero.
En el diccionario, la palabra epifanía, en su primera acepción, también significa «manifestación, aparición o revelación». Se refiere a esos chispazos inesperados que implican un cambio positivo. El eureka que sorprendió a Arquímedes metido en la tina llena de agua. La supuesta manzana sobre la cocorota de Newton. La serendipia con que una mancha de moho en un cultivo bacteriano saludó al doctor Fleming a su regreso de vacaciones.
No tienes que ser un genio para que te ocurra. Esas repentinas iluminaciones suceden a veces en la vida cotidiana, a menudo en cuestiones pedestres. A mí me pasó con la pasta de dientes y las pomadas, el día en que un amigo me descubrió la utilidad del tapón, explicándome que el pitorro puntiagudo de su interior sirve precisamente para horadar la película de plástico o aluminio que sella el tubo. Ajá, mira por dónde.
EN LA DUCHA
El fogonazo súbito estalla como una erupción volcánica, sin previo aviso, como de espaldas a la conciencia, sin esfuerzo, cuando el cerebro no se encuentra en plena combustión, sino con la guardia baja, despistado, a por uvas. Debajo del chorro de la ducha, pelando patatas para la tortilla de la cena, al escuchar una vieja cancioncilla mientras caminas por la calle. O en una cena, en Dublín. De repente, zas, la iluminación del plan B, la solución a un problema podrido en la cabeza. Hace cinco años, Mariano Rajoy dijo en el Congreso que el «señor Sánchez» percibió la moción de censura «como una epifanía, una súbita revelación resplandeciente». Pero preferimos discurrir por otros derroteros más sutiles.
James Joyce sabía mucho de epifanías estéticas, de esas manifestaciones espirituales, «súbitas revelaciones de lo que es una cosa, de su naturaleza profunda». Virginia Woolf los llamaba «momentos de eternidad». Fotografías fugaces. Instantes inolvidables. A veces, con mucha suerte, te susurran al oído en qué consiste la existencia, te dan pistas sobre dónde se esconde el secreto.
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