Artículo de Miqui Otero

Qué pone en tu partida de nacimiento

Hay una forma de darte cuenta de que nada va a cambiar en el mundo y es mirar los comentarios a la noticia de los nombres de los primeros catalanes nacidos justo después de las campanadas

Rubén y Arminda, padres de Álex Adrián en Badalona.

Rubén y Arminda, padres de Álex Adrián en Badalona. / Departament de Salut

Miqui Otero

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El frescor del Año Nuevo, con su olor a nuevo y sus propósitos aún no traicionados, suele esfumarse en el momento exacto en el que bajas todo el cristal acumulado durante las fiestas. El mismo día 1 te colocas ante el contenedor verde y la terca realidad no te permite acelerar el trámite: la boca de goma admite solo un envase, así que se igualan quintos, potitos, botellas de cava y de tinto, que vas depositando a medida que (con cada ‘crash’) tomas conciencia física y metafísica de los excesos hasta que solo queda un combinado miasmático de líquidos que lanzas con hipocondría con la bolsa de plástico ya ligera. Con ella, las promesas de gimnasio, bondad y porvenir.

Hay, sin embargo, otra forma de darte cuenta de que nada va a cambiar en el mundo con el nuevo año y es mirar los comentarios a la noticia de los nombres de los primeros catalanes nacidos justo después de las campanadas. Se está convirtiendo en una tradición al nivel del Gordo de la Navidad o la interpretación musical de ‘La Marcha Radetzki’ (título de esa gran novela sobre, entre otras cosas, el nacionalismo). Y ahí, en esas reacciones tuiteras, hay otro tipo de basura, mucho más pringosa y seguramente imposible de reciclar.

Esta vez, los nombres de los primeros bebés han sido Zakaria, Dayla Mia, Yousaf o Abdul Jabbar. Nombres tan bonitos como cualquiera que unos padres elijan para su retoño. Y, sin embargo, basta un vistazo a los tuits que comentan la noticia en la cuenta de Twitter del canal 3/24: “¿Catalanes?”. “Ríete de la invasión de Omeya del 711, estos no estarán aquí ocho siglos, se quedarán para siempre”. “Sustitución demográfica de Catalunya”. “Irán a la escuela pública y con cuotas a la concertada, después a la calle a liarla y los mantendremos nosotros”. “Qué bien, otros 300 o 400 euros por cabeza de los impuestos de los demás”. Ahí la tienen, la basura líquida que demuestra que nada cambia.

Hay pocas cosas de las que uno no sea culpable, pero una de ellas es sin duda su nombre y otra, el lugar en el que nace. Sin embargo, estos bebés son insultados desde el mismo momento de nacer o, más bien, por el mero hecho de hacerlo.

Pocos momentos más emocionantes en la vida que ponerle nombre a un hijo o una hija, porque nombrar algo es la forma de que exista. De que viva. Supongo que si esos nombres fueran Ona, Biel o incluso Josemi no generarían tanto rechazo, pero me temo que no es la belleza del nombre lo que les preocupa, sino un potingue en el que incluyen (como en esa bolsa de botellas de alcohol) la identidad, la nación u, ojo, el espíritu.

Podría hablarles a todos ellos del pasado, de la de veces que los catalanes tuvieron (y tienen) que buscarse la vida en otro lugar, pero lo haré del futuro. Explica Grafton Tanner en ‘Las horas han perdido su reloj’ que a finales del siglo XXI millones de personas no podrán salir de las casas por la simple razón de que hará demasiado calor. Casi una quinta parte de toda la Tierra será demasiado inhóspita para acoger vida humana. El resultado será una enorme migración climática.

Me gustaría que los autores de estos comentarios pensaran en la nieve artificial (porque de la otra no hay) en la que esquían estos días o en el hecho de no haber tenido que encender la calefacción en su segunda casa de la Cerdanya. Quizá en un tiempo sus bisnietos nazcan en otro lugar y sus nietos tengan que aguantar que alguien ponga en duda su derecho de dar un nombre a una vida o, incluso, de traerla al mundo donde buenamente pueda. Mientras tanto, espero que se laven las manos y (esa palabra que les gusta tanto) el espíritu antes y después de tirar las botellas.

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