Artículo de Andreu Claret

Barcelona necesita más consenso

Alimentada por quienes consideran suya la ciudad, la irritación actual puede desembocar en una involución. Sería un desastre, porque Barcelona sigue siendo una ciudad prodigiosa

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en un acto en una Universitat Pompeu Fabra.

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, en un acto en una Universitat Pompeu Fabra. / RICARD CUGAT

Andreu Claret

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Este no es un artículo a favor o en contra de Ada Colau ni de cualquiera de los que aspiran a sustituirla. Es un grito a favor de Barcelona, tras el hartazgo que me producen la mayoría de las opiniones pesimistas o alarmistas que leo sobre la ciudad. Con todos sus problemas, incluso el de la suciedad insoportable que invade la calle donde vivo, frente al parque de la Ciutadella, Barcelona sigue siendo una ciudad excepcional, de acuerdo con los estándares que me parecen relevantes para valorar una capital en el siglo XXI. Una de las mejores ciudades del mundo. Cara para vivir, ciertamente, como todas las capitales, atractiva para trabajar, y espléndida para disfrutar. ¿Cómo es posible que se le reconozcan tantas virtudes desde fuera mientras desde aquí se anuncia el fin de todas las Barcelonas de las que nos enorgullecimos? No hace falta ser votante de Colau para indignarse ante tanta opinión despistada o malintencionada. Entre otras cosas, porque las virtudes actuales de Barcelona no son solo obra del último consistorio. Llevan la impronta de distintos alcaldes, empezando por Pasqual Maragall.

Por su apellido, Maragall se inscribía en la larga lista de alcaldes procedentes de las élites catalanas, como la mayoría de sus antecesores, durante la transición, el franquismo e incluso la República. Sin embargo, supo romper con la tradición de los Masó, Porcioles o Mateu, e imaginó una ciudad que fuera algo más que el lugar donde se sustanciaron durante décadas los intereses de estas élites. Suele decirse que abrió Barcelona al mar, y es cierto. Incluso puede añadirse que parte de estas élites hicieron buenos negocios con la reforma urbana que acompañó los Juegos Olímpicos, pero su auténtico acierto fue el de abrir la ciudad a las familias cuyos antepasados llegaron a Barcelona para levantar la Exposición Universal de 1929 o a quienes acudieron de otros lugares de España medio siglo después. Los Juegos no solo cambiaron el ‘skyline’ de Barcelona. Abrieron la puerta al empoderamiento de los barceloneses. Los de Sarrià y el Eixample, pero también los de Nou Barris y el Bon Pastor. La genialidad de Maragall estuvo en alcanzar este objetivo sin hacer populismo, sin renunciar a un modelo de ciudad ambiciosa, capaz de generar ilusión y de atraer capitales y talento. Así es como llevó a cabo la gran transformación de Barcelona. Sin enemistarse más de la cuenta con quienes tienen capacidad para crear opinión y tumbar consistorios.

Ada Colau y su equipo han acentuado esta política de empoderamiento de los barrios con inversiones, reformas e iniciativas destinadas a las periferias. Sin embargo, no han sabido implicar en estos cambios a toda Barcelona. Por su procedencia y por el sectarismo de alguno de sus asesores, Colau ha actuado como si defendiera la ciudad de unos en detrimento de la ciudad de otros. El resultado ha sido la ruptura de un consenso sin el cual toda gran capital acaba gripándose. Sin consenso es imposible vencer las reticencias que provocan los cambios. Sin consenso, una ciudad pensada para los jóvenes puede ser vista como un lugar adverso por los que no lo son tanto y que cada vez son más. Es la ciudad de los patinetes contra la de los peatones, de los ciclistas contra los automovilistas, de los cambios acelerados contra las viejas identidades. Las críticas recibidas por las famosas ‘superilles’ son el resultado de haberlas presentado como una ruptura y no como una reforma negociada y equilibrada. Han aparecido más como una destrucción de la ciudad tradicional que como un intento necesario –tan ambicioso como la apertura al mar de Maragall– de concebir una Barcelona sostenible, en un mundo donde el ocio y el tiempo libre tendrán cada vez más importancia. Las prisas son una mala consejera para abordar la complejidad.

Esta falta de consenso social e intergeneracional explica muchas percepciones, por injustas que sean. Entre otras la idea, fabricada, de Barcelona como ciudad insegura. Hubiesen bastado unas cuantas patrullas de urbanos a pie, en cada barrio, para combatirla, pero la ideología de algunos no atiende a las percepciones. Alimentada por quienes consideran suya la ciudad, la irritación actual puede desembocar en una involución. Sería un desastre, porque Barcelona sigue siendo una ciudad prodigiosa, un imán para el nuevo talento que anida en las urbes y para las inversiones, y un laboratorio sugestivo para diseñar las capitales del futuro. El reto es tan grande que no cabe hacerlo sin un mayor consenso, máxime cuando todo indica que cuatro fuerzas políticas se repartirán el nuevo consistorio, escaño menos, escaño más.

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