Artículo de Miqui Otero

Feliz 'Navidamigdalitis'

La Navidad no te necesita, por mucho trabajo que te dé normalmente, y eso es parte de su encanto. Pero tú sí la necesitas un poco

Fotograma de 'Qué bello es vivir', con James Stewart (derecha)

Fotograma de 'Qué bello es vivir', con James Stewart (derecha) / METEOMANIA Imatge de l'esquerra..."Qué bello es vivir"

Miqui Otero

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En los cuentos navideños de la ficción, pueden ser fantasmas de distintas épocas o ángeles de la guarda los que se te aparezcan para que tomes conciencia de la importancia de estas fechas o de cómo las viviría el mundo sin ti. En las navidades reales, en cambio, no serán espectros ni seres celestiales, sino unas buenas amigdalitis.  

De hecho, en mi caso y en un final de diciembre a casi veinte grados, no podría haberme acercado más a la idea de Blanca Navidad que gracias a las placas de pus que tan providencialmente se presentaron como por ensalmo en mi boca, a pocas horas de empezar los fastos. 

Para que el hechizo cubriera los días pertinentes, y dado que los hijos de inmigrantes en Catalunya tenemos esa cosa sincrética de celebrar absolutamente todo (Nochebuena, Tió, Papá Noel, Navidad, Sant Esteve… y porque no sabemos de alguna tradición hawaiana que, si no, también la abrazaríamos con entusiasmo) las amigdalitis pueden ser bacterianas, para que duren más días.

Antes de ese momento, yo no era el Scrooge del cuento de navidad de Dickens, mi figura cubierta “por una costra de escarcha”, tan “duro y cruel como un pedernal del que ningún acero puede sacar ya ni una chispa de generosidad”. Y tampoco estaba en el peor momento, como el George Bailey de 'Qué bello es vivir': por supuesto, en la vida real solo tienen ángel de la guarda los ministros del Interior (Fernandez Díaz alardeaba de que un ángel custodio, Marcelo, lo ayudaba a aparcar el coche). Pero el hecho es que quedarte en cama a 39 de fiebre, en un estado que podría invitar a ver fantasmas y ángeles colgados de la lámpara de la habitación (uno de ellos disfrazado de Raphael, haciendo el gesto con la mano de desenroscar la bombilla), puede tener los mismos efectos.

Una vez quedas descabalgado del ajetreo navideño, la vida, como no puede ser de otro modo, se abre paso sin ti. Eres también un poco como Tom Sawyer regresando al pueblo para presenciar su propio funeral. Escuchas, secuestrado en tu cama, cómo defeca el tió en el comedor (como en una maniobra psicomágica, los golpes de escoba al tronco los sientes en tus carnes). Luego oyes también a lo lejos el discurso del Rey, pidiendo una vez más ejemplaridad y sin mencionar ni tus anginas ni la revuelta de los jueces del Constitucional. Hueles a lo lejos los langostinos decapitados y se reestructuran las cenas, comidas y visitas para que los niños visiten una u otra casa y para que el venerable Papá Noel no pille un virus si se acerca demasiado a tu cama.

Uno, gracias a su alma literaria, se puede consolar fácilmente. En la época en la que se ambientaban los cuentos navideños dickensianos, unas amigdalitis eran lo mínimo. Durante la vida del escritor se registraron cuatro epidemias de cólera. Había brotes de tifus, diarreas epidémicas, disentería, viruela y otras muchísimas enfermedades respiratorias que ríase usted del aire cargado de virus pospandémicos.

En definitiva, la Navidad no te necesita, por mucho trabajo que te dé normalmente, y eso es parte de su encanto. Pero tú sí la necesitas un poco. Y, sobre todo, una borrasca de fiebres puede, como el ángel a James Stewart o como el fantasma a Scrooge, hacerte muy consciente del privilegio de poder vivirla con salud. El único ángel de la guarda es todo el personal médico que hace guardias en estas fechas en los hospitales públicos. Y los únicos fantasmas son los fantasmas de siempre, los de los discursos y especiales televisivos.

Francamente, creo que el ángel de las amigdalitis, o los fantasmas de las anginas pasadas y futuras, deberían llevar sus aladas placas de blanca navidad a más de un quejica de los que lamentan tantísimo estas fechas sin tener, en realidad, nada que lamentar.

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