Artículo de Miqui Otero

Messi y ese pajarito mandón llamado Dios

Solo es necesario cambiar Louis Armstrong por Leo para entender esta dimensión religiosa que tiene el fútbol, que nos permite ser niños hasta el último minuto, la prórroga, hasta los penaltis de la vida

Messi besa la Copa del Mundo.

Messi besa la Copa del Mundo. / REUTERS/Hannah Mckay

Miqui Otero

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En una de las celebraciones de una Liga, poco antes de ganar otra Champions, Messi dijo: “Ya hablaré cuando la traigamos”. Yo, en honor a él, esperaré al último párrafo de esta columna para contar qué dijo.

Pero empecemos por el final. Los finales felices tienen una mala fama injustificada. Teniendo en cuenta que la vida depara siempre un mal cierre (todos nos vamos a morir y nuestro único consuelo es que no seremos los únicos), desafiar el desenlace trágico en todo tipo de ficciones es lo más complicado: los buenos finales felices son, en realidad, no solo los más necesarios, sino también los menos previsibles.

Lo son, porque para que un final feliz no despierte suspicacias, ni comentarios de “venga ya”, el relato tiene que haber sido antes endiabladamente bueno: solo las historias más potentes, con personajes trabajadísimos y giros inesperados, resisten un 'happy end' satisfactorio.

Por ejemplo, la historia de un tipo que buscó fortuna en nuestra ciudad hace más de dos décadas después de firmar una servilleta y de programar un tratamiento para el crecimiento. Uno que tuviera que lograr todas y cada una de sus gestas a la sombra de una especie de dios. Que fracasara en una final de la Copa del Mundo y que llegara casi anciano al último baile. Que empezara perdiendo el primer partido, para dosificar su talento con una sabiduría madura como su barba y una economía de recursos de Marie Kondo. Con un fútbol muy parecido a su retórica lacónica. Que sufriera varias finales dentro de la final.

El protagonista sería un superhéroe argentino que, a diferencia del resto de su país, donde hasta los taxistas citan a Borges, hablara poco. Además, se impondría al mejor villano, un atleta francés que es el equivalente de mutar a una Tortuga Ninja y a una criatura de Avatar (uno que, además, le hiciera al héroe un poco de 'bullying' en su club). Para ello, tendría que comportarse como los suyos querían: la imagen de Messi soltando insultos o arengando a la grada me recordaba a esos urbanitas (de los que no sabríamos nombrar a un pájaro ni con un Shazam avícola) y que vamos de vacaciones al pueblo de nuestra familia y nos volvemos más patrióticos de la aldea que nadie, especialmente en la Fiesta. Que, para potenciar la dimensión erótica del triunfo, levantara la copa en el peor escenario y vestido con un picardías transparente que ríete de todas las musas del Destape.

Cuando acabó el partido, recordé una crónica de un concierto de Louis Armstrong que escribió el argentino Julio Cortázar: "Parece que el pajarito mandón –más conocido como Dios- sopló en el flanco del primer hombre para animarlo y darle espíritu. Si en vez del pajarito hubiera estado ahí Louis para soplar, el hombre habría salido mucho mejor”. Solo es necesario cambiar Louis por Leo para entender esta dimensión religiosa (y, por tanto, irracional) que tiene el fútbol, que nos permite ser niños hasta el último minuto, la prórroga, hasta los penaltis de la vida.

Hemos querido a Messi a pesar de su hermetismo. Hemos presenciado cómo mejoraba su fútbol y su dicción año tras año. Hemos sufrido cuando, depresivo, deambulaba por el campo con la vista en el suelo, como buscando una moneda de cobre de cinco céntimos. Hemos celebrado sus eslalons. Lo conocemos desde chiquitito. La mitad de mi vida.

Por eso, también nos gustó aquello: después de prometer que hablaría cuando ganara la Champions, volvió con la copa, se colocó en el centro del campo donde se estaba celebrando el título, le pasaron el micrófono y dijo: “La verdad, no tengo nada que decir”. Claro, porque Messi habla en el campo y nos deja hablar a nosotros. Yo llevo 24 horas haciéndolo con acento argentino.

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