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El Mundial se desentiende de Irán

Alí Jamenei

Alí Jamenei / EFE / ABEDIN TAHERKENAREH

Albert Garrido

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La final del Mundial de Catar adquiere este fin de semana la condición de desafío moral porque corre peligro la vida de Amir Nasr-Azadani, un futbolista iraní de 26 años. Se trata de un deportista bastante conocido en su país cuyo único delito es haberse sumado en Isfahan a las manifestaciones que reclaman para las mujeres el reconocimiento de sus derechos. Los clérigos que gobiernan en la república islámica le acusan de estar implicado en la muerte de tres agentes de seguridad; la realidad es muy otra según diferentes organizaciones de derechos humanos: el líder supremo de la teocracia iraní, el ayatolá Alí Jamenei, y su entorno han optado por la mano dura sin contemplaciones para acallar la protesta. De momento, han sido ejecutados en la horca dos de los manifestantes enjuiciados; otros esperan en el corredor de la muerte.

De momento, prevalece en Catar la idea o pretexto, promovido con entusiasmo por el barón Pierre de Coubertin (siglo XIX), de que el deporte debe trascender la política porque es un instrumento de unión de los pueblos. La única reacción reseñable del universo futbolístico ha sido la de la Federación Internacional de Asociaciones de Futbolistas Profesionales (Fifpro) más unas cuantas declaraciones a título personal, entre ellas la de Radamel Falcao. Hasta ahora se ha impuesto la ley del silencio, el comportamiento estúpido de la FIFA en orden a aislar el Mundial de la realidad circundante y el populismo demagógico de Gianni Infantino, que en víspera de que empezara la competición se sintió casi todo lo que un ser humano puede sentirse, pero al día siguiente prohibió a los futbolistas, bajo amenaza de sanción -una verdadera iniquidad-, el brazalete con la inscripción One love.

Dice la Fifpro sentirse “conmocionada y asqueada” por la situación de Nasr-Azadani, un estado de ánimo muy alejado al manifestado por la FIFA cuando el régimen iraní amenazó a los integrantes de su selección, que no cantaron el himno del país en los prolegómenos del partido que disputaron con la selección de Inglaterra. En el segundo encuentro, frente a Estados Unidos, cantaron -¡qué remedio!-, con algunos jugadores entre lágrimas, habida cuenta las amenazas que prodigaron los clérigos si no lo hacían. Todos los medios con sentido de la decencia hicieron referencia a aquella situación poco menos que trágica, pero el establishment futbolístico se mantuvo al margen, como si fuera lo más habitual y lógico que los ayatolás pusieran a un grupo de jóvenes deportistas entre la espada y la pared, como si se tratara de un hecho irrelevante cuanto estaba sucediendo.

El escritor Ian Buruma recuerda: “La decisión de celebrar el torneo de este año en Catar, una minúscula petromonarquía árabe sin historia futbolística ni pruebas de mucho interés local en este deporte, es una decisión política. El emir que gobierna el país ansiaba el prestigio de un evento global, y Catar tenía dinero para comprarlo”. En este párrafo, el verbo comprar es fundamental: si alguien compra algo, entiende que puede hacer con lo adquirido aquello que más le conviene. El otro pasaje básico es el que hace referencia a la decisión política subyacente al hecho de que se otorgara a la autocracia catarí la organización del Mundial. Sí interfiere la política en el deporte como interfiere, en general, en cuanto hace referencia a la vida colectiva. Quizá en un mundo ideal, en el seno de una utópica paz perpetua, la política no se inmiscuiría en el deporte, pero se inmiscuye y de qué manera de la mano de intereses económicos. Los ejemplos son abundantísimos.

¿Qué hacer, entonces, para salir en defensa de la vida de Nasr-Azadani? El seguimiento sin fronteras de la final del Mundial, con todas las televisiones, radios y plataformas digitales retransmitiéndola, es la ocasión propicia para que se plasme en el estadio alguna forma de protesta, algún momento en el que el fútbol siente a los clérigos iranís ante el espejo de una competición que, al menos por una vez, entiende que el deporte no es ajeno a la política. No hay que mirar tanto a los futbolistas que disputarán el partido como a la FIFA y sus gestores. Pueden las selecciones de Argentina y Francia tener alguna iniciativa, pero quienes disponen de recursos ciertos son los mismos personajes que dieron a Catar las llaves del Mundial sin entrar en enojosos detalles éticos que pudieran alterar los biorritmos de un gran negocio.

No hace falta conocer al pormenor las características del régimen iraní. Es suficiente con saber que está en disposición de condenar a muerte a un futbolista por el simple hecho de manifestarse. De la misma manera que diferentes estancias internacionales de toda clase se han movilizado para denunciar al brazo ejecutor en Irán de diferentes villanías contra civiles indefensos a partir de la muerte de Mahsa Amini, la FIFA, asimismo una organización internacional, no debe actuar ajena a la suerte que pueda correr un joven practicante del deporte que administra. El riesgo de una ejecución debe pesar más en la conciencia de la FIFA que la presumible exigencia del emir de Catar de mantener anestesiada a la opinión pública.

Precisa el deporte regirse cuanto antes por alguna forma no meramente formal de imperativo categórico: “Cualquier proposición que declara a una acción o inacción como necesaria”, según definición de Immanuel Kant (siglo XVIII). Cada día es más necesario porque, en caso contrario, el deporte de élite consolidará la preocupante condición de actividad amoral; de hecho, son cada vez más las voces que ponen de manifiesto la preocupante deriva del deporte hacia zonas de sombra en las que se manejan ingentes cantidades de dinero. Sería extraordinariamente importante que, al menos por una vez, el último día de competición, el Mundial de Catar sirviera para algo más que para halagar al emir en la tribuna.

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