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Perú, en la incertidumbre

La abogada Dina Boluarte saluda tras ser juramentada como nueva presidenta del Perú por el presidente del Congreso, José Daniel Williams Zapata.

La abogada Dina Boluarte saluda tras ser juramentada como nueva presidenta del Perú por el presidente del Congreso, José Daniel Williams Zapata. / EFE/ Paolo Aguilar

Albert Garrido

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La detención preliminar de Pedro Castillo en una cárcel de Lima consolida un triste récord en Perú: ser el país con más exmandatarios encausados, bajo arresto o condenados a la luz de una gran variedad de figuras penales. Desde la condena de Alberto Fujimori a la detención de Castillo, cinco expresidentes han acabado ante un juez en los últimos 20 años en un ambiente de fractura social y de incapacidad manifiesta de las diferentes fórmulas experimentadas para sacar al país de sucesivos atolladeros, algo que José Manuel Vivanco, exdirector de Human Rights Watch en América Latina, resume en una frase: “Perú está enfrentado a una crisis política crónica”.

La pretensión de Castillo de congelar el control parlamentario, abandonado de inmediato a su suerte por su propio partido, Perú Libre, quizá fuese un golpe de Estado blando, como lo ha definido el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, orientado a conjurar el obstruccionismo de la derecha o acaso solo le movió su empeño de “blindarse ante las investigaciones por corrupción”, como supone Vivanco -eso lo dilucidarán los tribunales-; de lo que no hay duda es de que fue una agresión al orden constitucional. Ni la fragmentación política, que ha pulverizado a los partidos tradicionales, ni ninguna otra consideración sobre el caos político en que anda sumergido el país desde hace años justifica lo sucedido y permite, en cambio, a una parte notable de la burguesía criolla limeña desenterrar viejos tópicos sobre la necesidad de vigilar cuanto procede del mundo indígena (Ollanta Humala y Pedro Castillo, los casos más recientes).

La pretensión de la sucesora de Castillo, la hasta ahora vicepresidenta Dina Boluarte, de armar un Gobierno más o menos unitario es un proyecto que está probablemente cargado de buenas intenciones, pero a lo que aspira el Perú conservador es a una rápida convocatoria de elecciones para recuperar el terreno perdido a raíz de la victoria de Castillo en 2021. Lo cierto es que, de acuerdo con lo prescrito por la ley, Boluarte podría seguir como presidenta hasta completar el mandato para el que salió elegido Castillo, pero es difícil que consienta tal cosa un Congreso alarmado por los últimos sucesos y que espera que la fiscalía pida prisión preventiva para el expresidente antes de que se cumpla una semana de la detención. Es harina de otro costal que de unas elecciones a la mayor brevedad salga una mayoría consolidada o cuando menos suficiente.

Se cumple así una constante histórica a la vez que literaria: la variedad de respuesta a la archicitada pregunta “¿cuándo se jodió el Perú?” que Mario Vargas Llosa pone en boca de su alter ego Zavalita en Conversación en La Catedral. Vuelve así a la realidad la discusión sobre las causas y las consecuencias de una sociedad política y económicamente dual -extremadamente dual- que el pensamiento progresista, de izquierdas, reformista, indigenista y algún calificativo más lleva más de un siglo intentando responder. Y al mismo tiempo, es un hecho que la polarización social no tiene los rasgos generales reseñables en la mayoría de países de América Latina -herencia de Donald Trump y Jair Bolsonaro-, sino que responden a un perfil específico, con las herencias española e india como referencias.

Tres figuras de la izquierda de desigual influencia en la cultura política peruana se aproximaron a la realidad social de su país: José Carlos Mariátegui, un marxista clásico que bebió en las fuentes del leninismo; Víctor Raúl Haya de la Torre, un ideólogo de lo que llamó Indoamérica y fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA); y Manuel González Prada, un poeta de carnadura anarquista. De los tres, Haya de la Torre fue el más categórico en orden a identificar las raíces del mal peruano y a proponer nuevas referencias al “inventar un nuevo continente fundado en lo vernáculo y no en lo colonial, en el indio y no en el blanco”, según lo resume el colombiano Carlos Granés en Delirio americano. Lo cierto es que la prédica de Haya de la Torre acabó de la peor manera posible: Alain García, uno de sus herederos al frente del APRA, fue presidente en dos mandatos, fue investigado por corrupción en el caso Odebrecht y acabó suicidándose.

Nada en el ADN de la crisis en curso es especialmente nuevo salvo el hecho de que los poderes fácticos han respetado el orden constitucional, como anteriormente lo hicieron con la destitución de Pablo Kuczynski en 2018, y la fiscalía ha podido actuar sin interferencias. El resto se parece enormemente a episodios anteriores, la división en dos frentes políticos irreconciliables, divididos a su vez en facciones enemistadas y propensas a actuar en orden disperso. Sigue siendo vigente la expresión incluida por Abel Gilbert en una crónica a raíz de las elecciones que en 2001 llevaron a García a la presidencia en medio de prolegómenos no exentos de tensiones: “Los codiciosos agarraron el pistolón”. Esto es, bajo la superficie institucional se libraba una pugna sin tregua entre dos hipótesis de país irreconciliables que sigue siendo de plena y compleja actualidad.

Tal era la situación entonces y lo es ahora. El escritor argentino Martín Caparrós ha sido uno de los últimos en subrayar el lastre que para muchos países latinoamericanos supone el asentamiento de las burguesías urbanas en economías extractivas que precisan poca mano de obra. Algo que da lugar a una prosperidad de efectos reducidos en la que tienen poco peso las actividades con valor añadido. Ese es el caso de Perú, atenuado la década anterior con índices de crecimiento significativos, pero también con una multiplicación de los casos de corrupción en el corazón del Estado y episodios posteriores de descontento más que reseñables que movilizaron a la juventud de las grandes ciudades, sumergida en un presente caracterizado por las incertidumbres. Una de ellas es saber qué seguirá a la injustificable sacudida provocada por Pedro Castillo.

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