Política y delito
El primer instrumento de la extrema derecha es la contaminación del lenguaje: los partidos deben imponerse un código de autorregulación en sus expresiones públicas
Rafael Jorba
Rafael JorbaPeriodista. Secretario del Comité Editorial de EL PERIÓDICO.
Hans Magnus Enzensberger –polifacético pensador alemán fallecido el pasado 24 de noviembre– escribió un ensayo con el titular que encabeza este artículo. ‘Política y delito’, publicado por Anagrama en 1987, nos acerca a la política en su acepción más cruda, es decir, entendida como sinónimo de lucha por el poder: “El acto político original coincide con el crimen original”, constata. “El gobernante es el ‘superviviente’”, concluye. Esta definición, que procede de Elías Canetti, encaja en el ‘Manual de resistencia’ de Pedro Sánchez.
La política democrática, sin embargo, discurre por otros parámetros: el origen de la legitimidad está en los ciudadanos a través de las urnas y, entre elección y elección, todos –Gobierno y oposición– deben respetar el Estado de derecho, los valores democráticos y la separación de poderes. La política, así entendida, se acerca más al origen etimológico de la palabra –el arte de ocuparse de los asuntos de la ‘polis’ o ciudad– y, en el plano social, se define también como la forma más civilizada de resolver los conflictos y de atender al interés general.
En este contexto, como constata Enzensberger, la política democrática no ha podido desprenderse de aquel lenguaje belicista del crimen original. “Incluso en la más inofensiva y civilizada campaña electoral, un candidato ‘bate’ al otro; un Gobierno es ‘derrocado’; los ministros son ‘derribados’. Lo que hay de simbólico en tales expresiones se descubre y se concreta en circunstancias sociales extremas”, advierte. Las democracias europeas, como el caso de la española, están atravesando por estas “circunstancias extremas” –la pandemia, la crisis climática, las consecuencias económicas de la guerra de Ucrania, el auge de los populismos– y, desde esta lógica, los políticos deberían cuidar más su lenguaje, desterrar la demagogia y hacer más pedagogía. “Política quiere decir pedagogía”, escribió el socialista ‘noucentista’ Rafael Campalans en 1933.
La extrema derecha, que resurge ahora en Europa en su versión 2.0, pretende socavar las instituciones y su primer instrumento, como advirtió el filólogo Victor Klemperer en ‘LTI. La lengua del Tercer Reich’ (1947), es la contaminación del lenguaje. “Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”, explica. Desde esta perspectiva, las fuerzas democráticas, en el Gobierno y en la oposición, deben cuidar su lenguaje e imponerse un código de autorregulación en sus manifestaciones públicas.
El problema no reside solo en el hecho de tirar la piedra y esconder la mano, sino en el peligro añadido, como escribí en mi artículo ‘La piedra y la mano’ (21 de febrero de 2021), de que “quan la pedra és fora de la mà no se sap on va” (un refrán que me repetía a menudo mi abuelo). Hace falta la autorregulación de los responsables políticos para evitar caer en los episodios que estamos viviendo en la escena pública. No basta con remitirse a la ley –si la libertad de expresión es un derecho prevalente, más lo es en el caso de un parlamentario aforado–, pero sí que es obligado recordar que el ejercicio de esta libertad no es inocuo: intoxica la política y la aleja de la sociedad.
La mayoría de las acusaciones cruzadas que hemos escuchado en los últimos días tienen poco recorrido en la esfera judicial: desde “filoetarras”, en el caso de personas ligadas en el pasado al brazo político de ETA, hasta la “tiranía” que estaría implantando el “tirano” Pedro Sánchez, en una alusión “simbólica” de Isabel Díaz Ayuso, pasando por la “cultura de la violación” invocada por Irene Montero, un concepto asumido en los documentos de la ONU. Sí, todos, ellos y ellas, podrán escudarse en la prevalencia de la libertad de expresión, pero no en el carácter inocuo de su ejercicio: están alimentando los extremos.
La extrema derecha se frota las manos en este contexto de crispación verbal, paso previo para desacreditar la democracia y sus instituciones. La llamada ‘izquierda de la izquierda’ –para algunos la extrema izquierda de la coalición de Gobierno– no debería alimentar esta espiral tóxica de acusaciones verbales. Al ensayo de Enzensberger me remito: “Todas las revoluciones hasta la fecha se han contaminado de la antigua situación prerrevolucionaria y han heredado los fundamentos de la tiranía contra la cual se enfrentaron”.
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