Artículo de Xavier Arbós

Día de la Constitución: restablecer un clima de civismo y respeto mutuo

Los escándalos de los debates del Congreso evidencian la imposibilidad de acuerdos, y representan un riesgo de ruptura de la cohesión social si los malos modos y el partidismo se trasladan a la vida cotidiana

Archivo - Estatuas de leones en la entrada del Congreso de los Diputados

Archivo - Estatuas de leones en la entrada del Congreso de los Diputados / Joaquin Corchero / Europa Press - Archivo

Xavier Arbós

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La Constitución no pasa por su mejor momento. Para algunos, es el resultado de una transición a la democracia que consideran frustrante, cuando no un símbolo de opresión. Otros la consideran un fetiche intocable, y no falta quien la considera un ente sagrado que justifica la persecución de sus críticos. Pues bien, aun así, y sin la coartada de un aniversario de cifra redonda, vale la pena conmemorar la Constitución española de 1978.

A quienes la presentan como un engendro hay que pedirles un poco de perspectiva histórica. Siendo muy perfectible la democracia que construyó, ninguna de las anteriores constituciones españolas ha asegurado tantos años de libertad y autogobierno. Y si esto es así, se puede explicar por las bases sobre las que se hizo reposar, que no cayeron del cielo. Una generación de políticos las forjó mediante el consenso; algo que, con la polarización actual, parece inconcebible. Sin ese consenso transversal, asumido por la sociedad y ratificado en el referéndum del 6 de diciembre de 1978, el mismo texto constitucional hubiera sido mucho más vulnerable a los intentos involucionistas como los que inspiraron el intento del golpe de Estado de febrero de 1981.

Esa evocación es más que un ejercicio de nostalgia: quiere ser una referencia para la vida política actual. La Constitución sigue vigente, pero las actitudes que hicieron posible su nacimiento parecen haberse evaporado. Los escándalos de los debates del Congreso evidencian la imposibilidad de acuerdos, y representan un riesgo de ruptura de la cohesión social si los malos modos y el partidismo se trasladan a la vida cotidiana. Una minoría parece buscar esas broncas, para que ocupen en las portadas el espacio que correspondería a otros asuntos. Y no faltan estrategas políticos que entienden que la crispación es el clima idóneo para que tengan éxito los partidos a los que asesoran.

Por desgracia, además del Congreso, otras instituciones ven distorsionada su imagen por la intensa sombra que sobre ellos provoca la influencia de los partidos. Parecen olvidar que la mayoría de la gente solo puede juzgar por las apariencias, y la apariencia de imparcialidad en algunos nombramientos es fundamental. Criticábamos que los partidos políticos vieran la cobertura de vacantes en algunas instituciones como una negociación de cuotas, y resulta que hay un partido que ni siquiera se aviene a negociar. Peor aún: en una institución que debiera ser ejemplar en el cumplimiento de la ley, como es el Consejo General del Poder Judicial, observamos cómo se incumplen los plazos a los que sus miembros están sometidos para nombrar candidatos al Tribunal Constitucional.

El momento presente de la política deja bastante que desear, pero podría cambiar si somos capaces de tomar ejemplo de lo que la sociedad española y sus líderes políticos fueron capaces de hacer entre 1977 y 1978. Ocupaban escaño personas que habían tenido parte activa en la guerra civil, que se sentaban con quienes habían tenido papel protagonista en gobiernos de la dictadura. Con alguno de ellos, formaron parte de la ponencia constitucional personas que habían conocido la represión franquista. Fueron capaces llegar a acuerdos y a respetarse mutuamente, y nada de lo que separa ahora a las principales fuerzas políticas tiene una entidad comparable a lo que diferenciaba a Fraga Iribarne de Miquel Roca Junyent y Jordi Solé Tura.

Las instituciones creadas por la Constitución muestran signos de desgaste. Sin duda se deben a los cambios sociales, y a unas generaciones que carecen, lógicamente, de cualquier vínculo sentimental con ella. Pero me parece que el deterioro más grave se debe a los daños causados por la conducta irresponsable en la que caen a veces las fuerzas políticas. Por ello hay que restablecer un clima de civismo y respeto mutuo. Es la condición indispensable para emprender cualquier cambio constitucional con un mínimo de consenso. Es decir, con un mínimo de garantías de futuro. Y si no se hace para propiciar una reforma constitucional, que sirva para mejorar la calidad de nuestro debate público. Esa tarea es urgente, y cualquier ocasión sería oportuna para recordarla. Hoy parece obligado hacerlo, en nombre de la Constitución y de su historia.

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