44º aniversario
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Constitución, el pacto irrepetible

Mientras el clima de polarización cuestione incluso el cumplimiento de previsiones de la Carta Magna, las reformas necesarias pasan a ser quiméricas

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, Carlos Lesmes, se saludan en el acto institucional por el Día de la Constitución.

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y el presidente del Tribunal Supremo y del CGPJ, Carlos Lesmes, se saludan en el acto institucional por el Día de la Constitución.

Se conmemora este martes el 44º aniversario de la aprobación de la Constitución de 1978, un texto que, con sus virtudes y sus defectos, representó en aquel momento un hito histórico, que puso fin a las cuatro tenebrosas décadas de dictadura franquista. El valor de aquella Carta Magna es múltiple: devolvió la democracia a España, con la recuperación del pluralismo y las libertades políticas y civiles, permitió la descentralización del Estado, el reconocimiento de las nacionalidades históricas y de las lenguas propias y homologó el país con el resto de las democracias europeas. Supuso, por tanto, un cambio esencial con lo que se había vivido en España desde el golpe de Estado encabezado por el general Francisco Franco en 1936, la Guerra Civil y la posterior tiranía de los vencedores.

Pero, pasados 44 años, el texto constitucional demanda a gritos un ajuste a la realidad de 2022. La España de ahora no es afortunadamente la de 1978. De hecho, ha cambiado mucho, y algunos aspectos de la Constitución hace ya años que precisaban de un buen remozado para adecuarla a nuevas realidades. Pero el orgullo por lo conseguido, unido al auténtico pánico que les producía a los dirigentes políticos la posibilidad de abrir el melón constitucional sin controlar cómo se cerraría, hizo que solo se hicieran retoques mínimos, obligados por la coyuntura, utilizando técnicas de cirugía no invasiva.

La reforma no se hizo cuando las mayorías electorales existentes la podían haber facilitado y la evolución política la hace ahora más difícil debido a la mayor fragmentación parlamentaria, causada por la aparición de nuevos partidos que mantienen, además, posiciones más radicales sobre el texto constitucional. Desde la ultraderecha de Vox, que no solo se opone a cualquier avance en la descentralización territorial sino que defiende, directamente, la supresión del Estado de las autonomías, a las enérgicas posiciones republicanas de Unidas Podemos y otros grupos. No favorece tampoco esa modificación la desmedida polarización política existente y las escasas, por no decir nulas, posibilidades de pacto entre los dos grandes partidos, PSOE y PP, que siguen constituyendo el núcleo central del sistema político. Si ambos grupos se muestran incluso incapaces de cambiar el artículo 49 para sustituir la expresión «disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos», por la mucho más adecuada «personas con discapacidad», cómo esperar, por ejemplo, la eliminación de la inviolabilidad del Rey.

Quizá lo más grave de la actual coyuntura no sea siquiera ese desinterés por alcanzar acuerdos, en contra, por cierto, de lo que ocurrió en 1978. Lo terrible del momento que vivimos es, sin duda, el clima de hostigamiento e insulto imperante en el Parlamento y el rechazo consciente a cumplir la Constitución cuando, como está ocurriendo desde hace cuatro años, el PP, por ejemplo, se niega, con excusas distintas, a renovar el Consejo General del Poder Judicial, o una parte de los miembros conservadores de ese órgano caducado de gobierno de los jueces incumple intencionadamente la ley al impedir la renovación, a su vez, del Tribunal Constitucional. Quizá no nos quede más remedio que aceptar que la reforma de la Constitución tendrá aún que esperar, pero a lo que no podemos resignarnos es a que sus disposiciones se infrinjan deliberadamente.