Católica tradición
Apartar de un manotazo la identidad que nos ha forjado no nos hace socialmente más tolerantes, sino más débiles
Pilar Rahola
Periodista y escritora
Es posible que Ernest Folch tenga razón en su artículo de ayer, y que mantener la fiesta de la Purísima sea una anomalía en un Estado aconfesional. Pero no coincido en el malestar que expresa, porque el mantenimiento de algunas tradiciones vinculadas a la Iglesia católica no me parece el síntoma de "sus poderes y privilegios", sino la consecuencia lógica de una historia milenaria. Y ahora que vienen las fiestas de Navidad y volverán las polémicas delirantes –con los pesebres surrealistas que la señora Colau nos endiña cada año-, parece pertinente reflexionar en torno a la cuestión.
La pregunta es recurrente: ¿la fe católica debe tener una posición preeminente en una sociedad multirreligiosa regida por leyes aconfesionales? Obviamente, me refiero a la preeminencia social, y no a ningún tipo de privilegio político. Pero dado que nuestra identidad cultural ha estado fuertemente imbricada durante siglos con la religión católica, que ha definido calendarios, tradiciones, dichos populares, fiestas familiares, etcétera, ¿no es necesario respetar este vínculo identitario? O dicho de otro modo, ¿el respeto a la sociedad multicultural obliga a borrar dos mil años de historia religiosa y social? Personalmente creo que es un disparate que poco tiene que ver con el respeto a nuevas religiones, y mucho que ver con la fobia al catolicismo que practica determinada izquierda. De hecho, ser anticatólico se ha convertido en un obligado elemento de la corrección política. Lo que nos recuerda que lo políticamente correcto, tan necesario para combatir determinados estigmas, se está convirtiendo, él mismo, en una forma de censura. Pensar de forma "incorrecta" en según qué temas tabúes empieza a ser un deporte de riesgo, y el catolicismo -¡quién iba a decirlo!- se ha convertido en una incorrección ideológica.
Tanto como el anticatolicismo se ha convertido en una perversión ideológica. Lógicamente no se trata de negar las críticas históricas, los abusos de la institución o las maldades que se han realizado en nombre de la Cruz. Aunque cuando se hace este ejercicio, también habría que recordar las heroicidades que paralelamente se hacen en nombre de Jesús, desde el ejército de paz que son los misioneros, desplazados a los peores lugares del mundo, hasta la cantidad ingente de curas y monjas que ponen su fe al servicio de causas nobles. La Iglesia católica ha tenido a Pío XII, pero también a Casaldàliga, el 'bajo palio', pero también los curas antifranquistas, de modo que hacer una crítica genérica puede ser una posición ideológica, pero no es una posición justa.
Y, sobre todo, no resuelve la cuestión social. Porque el tema no es ideológico, por mucho que nos empujen a ese callejón sin salida, sino que tiene que ver con la identidad que nos ha forjado. Y apartarla de un manotazo, por prurito ideológico, no nos hace socialmente más tolerantes, sino más débiles, condenados a una identidad liquida que no nos arraiga en ninguna parte. Se puede no ser creyente, pero celebrar la Navidad, montar el pesebre y respetar la tradición cultural y familiar que nos ha construido. Y es desde esa identidad propia como se pueden acoger y respetar las nuevas identidades religiosas que nos acompañan.
Desgraciadamente, sin embargo, sufrimos un tiempo de impostaciones ideológicas que han provocado una considerable diarrea mental, hasta el punto de tener líderes políticos que pierden el oremus por felicitar en ramadán, pero sienten pánico si se trata de alguna celebración católica. Hay un patético paternalismo progre que diferencia a las religiones en función de sus manías ideológicas y, como es de manual, se estremece si ve un hábito de monja y, en cambio, utiliza un hiyab para hacer campaña electoral, como si en nombre de la fe del Islam no se hicieran auténticas masacres. Y en el cénit del delirio, se puede llegar hasta el punto de considerar que habría que hacer desaparecer la Navidad para no ofender a las demás religiones. Es un empacho de sobredosis de corrección política, que niega la tradición de mil años de catolicismo a favor de no saber qué identidad líquida. La cuestión no es capar esta tradición, sino entender que podemos ser culturalmente católicos y al mismo tiempo ser tolerantes, demócratas, modernos e incluso no creyentes. A la inversa, no tendremos una sociedad más tolerante, sino más dogmática, más miedosa y más acomplejada.
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