No lo jures
Es un milagro que en la infancia el juramento aún sea sagrado. Quizá porque hasta los ocho o nueve años no declina el género humano
Juan Tallón
Escritor.
Jurar es ya solo una frase estrambótica. Dices «te lo juro» y suena un estribillo, como si cantases «ei, bi, si, one, two, three / Mira qué fácil te lo v’y a decir / Que esta motomami ya no está pa’ti». La acción de jurar casi pasó de ser un hecho célebre, que enmarcaba el destino, a uno tristemente célebre. Digamos que el juramento posee dos momentos, uno crítico y otro más crítico. Al principio, parece un pacto perentorio. Juras, y tus palabras se vuelven tan enfáticas que es imposible no hacer aquello que acabas de jurar. En caso contrario te dejarías cortar una mano, quizá alegando que aún tienes otra. Pero hoy en día ese efecto absoluto, tan contundente, es poco más que una escaramuza, y dura apenas unos minutos en el aire. A menudo tú mismo te desprendes de él, como cuando fumas un cigarro a escondidas y al oír pasos lo apagas y empujas el humo con una mano. Un juramento es una patata caliente. Lo sabes desde antes de anunciarlo, por eso, en tu cabeza, al pronunciarlo suena un «lo juro, pero me la suda». Además, no te gusta tomar las cosas al pie de la letra. Es de pánfilos. Si además juras, y lo haces por algo demasiado absoluto, como Dios, o tu madre, o tus muertos, queda claro que jurar es una gilipollez. Dices «juro» o «no juro» y todo va a parar, por distintos conductos, al mismo lugar: la insignificancia.
Es un milagro que en la infancia el juramento aún sea sagrado. Quizá porque hasta los ocho o nueve años no declina el género humano, y hay señales que te hacen confiar en la belleza, la ternura, la inteligencia. A los seis años, los niños empiezan a pedirte que les jures cosas: que la leche no quema, que iréis al parque, que no les pondrás kiwi de merienda. Justo acaban de aprender a desconfiar y qué es sentirse un poco defraudados. Algunas invenciones les dan miedo, así que te ofrecen el meñique para que lo enganches al tuyo, y te piden «júramelo» con la creencia de que hay cosas por las que no serán jamás engañados. El día que el meñique ya no te conmueva marca el principio de tu decadencia.
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