El hábito de la lectura como 'apremio orgánico'
«Leer es lo único que me hace vivir», escribió Josep Pla en su diario en 1956
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
De la noche a la mañana, me ha brotado una hinchazón en el codo derecho, un bulto blando para almohadillar el cúbito, una protuberancia que parece el mentón del comodín de Fournier o la barbilla de un bufón palaciego. Doler no duele, pero ¿a qué viene el chichón si no medió golpe alguno? El Doctor Google sugiere que podría tratarse de una «bursitis olecraniana», una inflamación de la bolsa sinovial a causa de microtraumatismos recurrentes, una lesión habitual en personas que «apoyan la articulación sobre una superficie dura de forma repetitiva». O sea, la mesa. A la dolencia también se la conoce como «codo de estudiante», y de inmediato la alegría del sintagma rejuvenecedor ejerce un balsámico efecto placebo sobre la contusión. En el fondo, somos alumnos hasta el final de los días.
Hay quien lee en el sillón de orejas, pero en mi caso, salvo en las páginas previas al sueño, suelo sentarme al escritorio, codo hincado y frente apoyada sobre la palma, tal vez porque dispongo de mejor luz y lápices para subrayar y escribir en los márgenes. Otros prefieren la cama, como Josep Pla; hacía tanto frío en el ‘mas’ de Llofriu, que se entregaba entre las sábanas al único linimento que lo consolaba en la vejez, junto con el alcohol culpable: «Leer es lo único que me apasiona, que me hace vivir», anota en su diario el 8 de junio de 1956.
Evasión y alimento
Ahora mismo no recuerdo quién dijo que la lectura constituye el único porro que nunca o casi nunca falla. El descubrimiento de los libros como pasaporte hacia otro lugar estalla en la adolescencia, cuando más se necesita un salvoconducto para huir de un mundo incomprensible, hasta que la costumbre acaba por convertirse casi en una patología («niñaaaaaa, apaga la luz de una vez»). Luego, con los años, se convierte en hábito que alimenta, como el pan y la carne. Escapismo y nutrición no son funciones excluyentes.
Tributo
El argentino Alan Pauls se ha preguntado por el extraño fenómeno: cómo es posible que la lectura, una sofisticada invención de la cultura, llegue a cobrar estatuto de necesidad, de «apremio orgánico», casi como una de las funciones biológicas básicas. Tanto es así que reconoce que, en parte, escribe como el ‘pago’ de una «deuda infinita» con la lectura, ese «ese vicio gratuito, benéfico, generoso», casi fanático. Vierte estas confesiones en un libro titulado ‘Trance’ que me recomendaron el otro día en la librería Lata Peinada, especializada en literatura latinoamericana. Lleva el sello de la editorial argentina Ampersand, dentro de una colección de ensayo que, bajo el epígrafe de ‘Lector&s’, invita a escritores a reflexionar sobre la experiencia lectora. Habrá que seguirles la pista.
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