La espiral de la libreta | Artículo de Olga Merino

La ficción o el arte del funambulismo

Cada autor explica a su manera los misterios y porqués de la escritura

Scott Fitzgerald y Zelda asisten a un espectáculo en Baltimore en 1932

Scott Fitzgerald y Zelda asisten a un espectáculo en Baltimore en 1932 / Photo12/Archives Snark

Olga Merino

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En una carta sin fecha, Francis Scott Fitzgerald le aconseja a su hija, Scottie, cuando tanteaba el camino de las letras: “Escribir bien es en todos los casos nadar bajo el agua y aguantar la respiración”. O sea, sumergirse, desaparecer en el líquido, dejarse llevar por la corriente, esperando una revelación, hasta que llegue el momento de sacar la cabeza a la superficie. El autor de ‘El gran Gatsby’, un bello libro sobre la patraña del sueño americano, elude, sin embargo, el hecho de que a veces ‘buceaba’ en el diario íntimo de su esposa para llevarse bajo el brazo algún fragmento. El título de ‘Suave es la noche’ (‘Tender is the night’) sale de una de las cartas de Zelda Fitzgerald, aunque ella no parecía darle importancia (Zelda es en sí misma una contradicción irresoluble).

Hacia el final de su vida, después de mil resacas y cicatrices, derrotas que le indujeron a creer que el pozo se había secado, Scott Fitzgerald recupera el aliento y cambia el símil natatorio por la minería: “Dos mil palabras hoy, y todas buenas. En todo caso, [la novela] será distinta de cualquier otra cosa, puesto que la extraigo de mí mismo como si fuese uranio: una onza por cada tonelada cúbica de ideas descartadas”.

Inversión

Cada autor explica los misterios del oficio a su manera, con metáforas que hablan de rapto y liviandad o bien de resuello, sudor, desolladuras. Edith Wharton comparaba la escritura con la administración de una fortuna: la balanza entre contención y gasto, sin degenerar en la avaricia o el despilfarro, exprimiendo cada idea hasta la última gota de oro. Todo es un asunto de inversión: tiempo, paciencia, estudio, pensamiento, vida.

Bendita elipsis

En el ensayo ‘Viure escrivint’ (L’Altra Editorial), Annie Dillard ofrece un castillo de fuegos artificiales, un gran ramillete de imágenes sobre el asunto de escribir, entre ellas el símil de un combate cuerpo a cuerpo entre un indio seminola, desnudo y desarmado, y un caimán hambriento, capaz de tumbarlo de un coletazo. El libro, por cierto, lo prologa Vicenç Pagès Jordà —otra pérdida a deshoras—, quien resume en el texto su aprendizaje literario en 39 consejos como zafiros azules (“Les el.lipsis no cansen el lector, y estalvien feina a l’autor”).

Con todo, hace unos pocos meses, escuché una de las respuestas más divertidas e inteligentes —tal vez la más honesta— a la pregunta de cómo diablos se las apaña uno en el laberinto de la escritura. Héctor Abad Faciolince salió del apuro con un gracejo muy colombiano: “Si uno empieza a mirar cómo camina, se daña el ‘caminao’”. A cien metros de altura, el funambulista bastante tiene con desplazarse elegantemente sobre la cuerda, sin más sostén que su propio equilibrio y el cálculo de sus pasos. También, su miedo.

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