Estrellas y hermanos
La tercera estrella Michelin para los Hermanos Torres tiene el aire de un relato que combina las raíces de la infancia con el diseño de un plan que va más allá del azar y de las infinitas combinaciones de la vida
Josep Maria Fonalleras
Escritor
Cuenta Javier Torres que Santi Santamaria le dijo que lo importante, para un cocinero, era “captar el alma del plato”, no reproducir una receta. Lo expresó así después de compartir mesa en varios restaurantes que servían de ejemplo y referencia al entonces joven cocinero. "Solo conozco a alguien que piense igual, Joan Roca". Recupero aquellas palabras ahora que ambos han conseguido, con su local de la calle Taquígraf Serra (Cocina Hermanos Torres), la tercera estrella Michelin, un sueño codiciado durante muchos años que empezó de la forma más humilde, en los fogones de su abuela Catalina, en el Carmel. Del pastel de tortilla de la abuela a la delicada pasta con erizos de mar y aires marinos han pasado muchos años, muchas experiencias, expectativas, fracasos y triunfos. Todo tiene el aire de un relato que combina las raíces inquebrantables de la infancia con el diseño de un plan que va mucho más allá del azar y de las infinitas combinaciones de la vida. Los Hermanos Torres, como dice la Guía Michelin, convocan una "experiencia gastronómica que viaja desde la coherencia por los mejores productos y supera las expectativas del comensal para convertirse en un gran espectáculo". Y lo hacen, lo han hecho, desde la memoria sentimental del gusto hasta la excelencia de la alta cocina, a través de los conocimientos adquiridos en el Reno, en el Hôtel de Ville o en el Racó de Can Fabes, con gente como Rochat (y sobre todo Girardet, su continuador), Violer, Ducasse, Lladonosa o el propio Santamaria, con la idea prístina de confeccionar una cocina propia, impregnada de todo lo que mamaron de niños y de todo lo que después aprendieron, cada uno por su cuenta, en la larga peregrinación hacia la consolidación.
Los conozco desde hace años y es emocionante comprobar cómo han mantenido siempre una máxima que formulaba Javier, referida a su familia: “Lo bueno se vivía como algo extraordinariamente bueno; y lo que era malo, nunca parecía tan malo”. Este espíritu inunda todavía la filosofía de su restaurante. Con el rigor aprendido y con la euforia de quien, pese a todos los quebraderos de cabeza y las frustraciones, sabe que tiene una empresa entre manos. No tanto la de triunfar, sino la de hacerlo juntos a partir de unos principios robustos, inquebrantables.
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