Desperfectos

Escenas de Rodalies

En la asignatura del bien común, el muy deficiente es general, sobre todo cuando se trata de prestigiar el transporte público que es de todos y que financian incluso los que no lo usan

La estación de Rodalies junto al barrio de Can Serra en L'Hospitalet de Llobregat.

La estación de Rodalies junto al barrio de Can Serra en L'Hospitalet de Llobregat. / Jordi Cotrina

Valentí Puig

Valentí Puig

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Cuando el tren de Rodalies entra en el área metropolitana sube un individuo de unos 20 años. Va con la capucha puesta. En voz alta increpa a una chica negra que estaba leyendo un manual de enfermería: “Hay que ‘desokupar’ el vagón”. Sigue: “Yo no pago para viajar con esta gente”. Un silencio de amenazas en el vagón, en el prefacio de un videojuego de violencia latente, de escenificación más salvaje que rebelde. El nuevo pasajero va de punta a punta del vagón mirando a cada viajero a la cara. Se le puede ver una mirada de frenesí turbio y metálico, de vértigo y vacío. “Cobardes, fachas”.

Se ríe con voz desgarrada, afónica. Tose. Vamos cruzando el paisaje metropolitano. No es el episodio habitual del viajero que va sin billete y se enfrenta al revisor que llega flanqueado por guardias de seguridad. Generalmente, le hacen bajar en la siguiente estación y le espera la policía municipal o la autonómica. En esta ocasión, la escena y su actor principal encajan en los estereotipos de la sociología de bolsillo, aunque lo más urgente sería saber por qué razón el respeto al bien público ha perdido tanto valor. Es una pregunta legítima si viajas en un vagón de Rodalies cubierto con garabatos de espray grafitero.

En el vagón, con mucha cautela, algunas voces le sugieren que se calme y eso le excita más. Una muchacha le interpela a gritos. Por ahora, el viajero no replica ni agrede físicamente. Por saberse sin identidad, hay jóvenes dispuestos a tener una identidad que creen solo suya cuando más bien es la de cualquiera. Es la atroz paradoja del agresivo vulnerable, convencido de que el mundo conspira contra él.  Para el viajero encapuchado, los servicios públicos a su disposición –pagados por los contribuyentes o a cuenta del déficit–, no cuentan. Extraviados los vínculos familiares o de amistad, adquiere su identidad violenta en internet y eso le convierte en leal a alguna sinrazón cutre y banal que puede inducirle a romper cristales, apedrear a los revisores, insultar a los vecinos. Le atraen los instintos tribales.

Familias desestructuradas, penuria económica, paro, abandono escolar, desvinculación, desamor: ni la suma de todos estos factores ni otros dan razón definitiva de esa agresividad, que no es transgresión sino un impulso oscuro. Puede sumarse a quienquiera que queme contenedores o saquee un supermercado. En la asignatura del bien común, el muy deficiente es general, sobre todo cuando se trata de prestigiar el transporte público que es de todos y que financian incluso los que no lo usan. Sucesivas crisis de autoridad dan pie a tanta hostilidad hacia la propiedad institucional. Por no respetar los servicios públicos se acaba no creyendo en el bien común. Es la teoría del cristal roto, sobradamente verificada.

El rey-león del convoy de cercanías se está cansando de nosotros. Balbucea. Dando codazos, baja en La Sagrera-Meridiana y grita: “¡Okupas sí, policía no!“. Le veo ya caminando por el andén, como si no supiera donde está, y cuando el ‘rodalies’ de la línea R3 arranca de nuevo, se gira y nos saluda haciendo el gesto de pistola con la mano, apunta y dispara.