Opinión | Agua corriente

Emma Riverola

Emma Riverola

Escritora

Cuéntame eso que no fuiste

Esta semana, la escritora Emma Riverola recuerda a aquellos que nunca fueron héroes ni protagonizaron himnos de cantautores.

Una carga de la policía franquista el 8 de febrero de 1976 en el centro de Barcelona. AGUSTÍ CARBONELL

Una carga de la policía franquista el 8 de febrero de 1976 en el centro de Barcelona. AGUSTÍ CARBONELL / AGUSTÍ CARBONELL

Papá, cuéntame otra vez ese cuento tan gris. Ese de los que no protagonizasteis himnos de cantautores ni actos heroicos ni noches de resistencias. Háblame del orden, el sacrificio y la obediencia. Palabras sagradas inculcadas en aulas frías, reglazos en las puntas de los dedos y crucifijo y caudillo como testigos omnipresentes de la doctrina. Háblame de las aventuras del Capitán Trueno y de hazañas bélicas, de infancias a trompicones, zurcidos en los calcetines y más silencios que arengas.  

Cuéntame esa historia de tantos, de muchos, de la mayoría. De esos que hicisteis del esfuerzo un credo y de la rectitud una virtud. La letra con sangre entra. El trabajo dignifica. ¿Has pecado, hijo? ¿Pecar? ¿Pecar, padre? ¿Y eso cómo se hace en esta España en blanco y negro de sotanas y beatas? Y Gilda se sacó un guante y la Iglesia amenazó con la excomunión. ¿Cómo se vive en un cuerpo con zonas prohibidas? ¿Cómo se habita la piel que se rechaza, se teme y se castiga? 

Pero tú trabaja, hijo, tú trabaja. Búscate una buena mujer, cásate y funda una familia. Un montón de niños y todos juntos a rezar. Y a obedecer. Y, sobre todo, a trabajar. Porque tú eres el cabeza de familia. Ni siquiera te replanteaste el significado de esa expresión, ¿verdad? No te detuviste a analizarla. Si tú eres la cabeza, ¿qué era ella? Ni siquiera te habría salido la broma fácil. El cabeza, y punto. Para ti, la autoridad (al menos, alguna tenías). Mujer e hijos sujetos a la dependencia y la subordinación.  

Pero por mucha censura, mantilla y aguilucho que hubiera, en el muro empezaron a mostrarse rendijas. Siempre eran otros los que las abrían. Los que sí protagonizaron himnos de cantautores y cuentos tan bonitos, de grises y fascistas, de barricadas y puños en alto. Tú seguías ahí, trabajando, con ese peso en los hombros y esa rectitud que ya se te iba olvidando para qué servía pero que, sin ella, te sentías perder pie. La muleta del cojo, el sostén del cansado.  

Y tu casa empezó a llenarse de pantalones acampanados y minifaldas, de melenas y barbas, de canciones que se interrumpían cuando tú llegabas y panfletos que se ocultaban a toda prisa. ¡A las nueve en casa!, ordenabas. Y se hicieron las nueve y las diez, las once y las… Los topes se fueron deshaciendo, igual que los dobladillos de los tejanos. Y aprendiste a callar. Porque había algo peor que las discusiones: el tener que comerte la autoridad desafiada. A veces, aún tratabas de imponerte. Rebuscabas en el baúl de los recuerdos y soltabas palabras apolilladas que hablaban de orden y obediencia. Y se las llevaba el viento. 

Papá, cuéntame si aquel día de noviembre de hace tanto, con música clásica en las emisoras y el rostro compungido de Arias Navarro -"Españoles, Franco ha muerto"- te pudo la alegría, el respeto o el miedo. Porque vete tú a saber qué pasa ahora. Y te asaltó el hambre hincada en el estómago, las calles derrengadas y el eco de las sirenas. En tu cerebro, el temor grabado como un disco de vinilo.  

Pero llegó un año y otro, y la tele se volvió en color y los desnudos poblaron las portadas y los cantautores llenaron los estadios y vinieron otros que ya no necesitaban dedicar himnos a grises ni fascistas ni al héroe que nunca fuiste. El mundo se te fue tornando un poco incomprensible. De tan libre, de tan descarado. Pero si entonces tocaba eso, eso tocaba. Por algo lo permitían los que mandaban. Y fuiste cambiando. Como tantos, como muchos, como la mayoría. Y buscabas en las papeletas electorales la opción que te ofrecía más confianza. Esos que apelaban al trabajo y la responsabilidad, mientras que las otras palabras sagradas se iban diluyendo en un país que espantaba su pasado.  

Incluso te llegaron las dudas. Porque, al fin, cambiaba todo, pero los apellidos bendecidos siempre eran los mismos. Y empezaste a pensar que quizá el orden, el sacrificio y la obediencia eran el engaño del poderoso para vivir tranquilo. Para tu sumisión, la de muchos, la de la mayoría. Esa que nunca se recordaría en canciones ni en cuentos heroicos.  

Suscríbete para seguir leyendo