A la ‘recherche’ del tiempo perdido en Twitter
En su última frase en el lecho de muerte, Proust agradeció la cerveza
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
He dilapidado algunas horas en las redes sociales, pero también me he reído y aprendido de amigos y conocidos que ahora andan saltando por la borda de Twitter como del ‘Titanic’. No sé a qué atenerme: si permanecer en el barco hasta el último ‘pizzicato’ de los violines o bien tomar el portante despidiéndome del pajarito azul con un epitafio o una frase memorable, como la que pronunciaría algún monstruo de la letras antes de viajar al más allá. Adiós, ‘au revoir, mes amis’, nos vemos en los bares, en las plazas, en los libros, vienen exclamando algunos colegas, con lo cual queda todo dicho. A veces, pretendes ponerte sentencioso y no te sale más que chatura costumbrista, incluso a Marcel Proust, de cuya muerte acaba de cumplirse el centenario (18 de noviembre de 1922). Y mira por dónde, descubro, haraganeando en Twitter, la frase postrera que se le atribuye al escritor, pronunciada en el lecho de muerte, que no es de las más brillantes: “Gracias, mi querido Odilon, por haberme ido a buscar esta cerveza (al Ritz)”. La última frase y la última cerveza, como la que no podrán tomarse en el Mundial de Qatar. Ni siquiera Budweiser.
La magdalena
No fue en cerveza sino en una taza de té donde Proust sumergió la tostada, el bizcocho o la magdalena que lo transportó, con un estremecimiento, a la infancia, a los veranos en la casa de los abuelos, en Combray, al olor de los geranios y naranjos, a esa sucesión de mañanas que irrumpieron en su conciencia arrastrando consigo “el desfile, la carga incesante de las horas felices”. El gran genio de las letras francesas confiaba poco en la inteligencia, en sus tanteos, oscilaciones y retiradas desastrosas. Para volver a captar viejas impresiones, para resucitar lo vivido, prefería los sentidos y los objetos, donde se guarecen las horas muertas.
Tenacidad
Proust no llevó diario ni escribió sus memorias. Su “yo” más íntimo se embosca en las cartas, en la correspondencia meticulosa que mantuvo durante toda su vida, recién editada por Acantilado. Y tal vez en las respuestas del famoso “cuestionario Proust”, un juego que le propuso una amiga de la infancia, Antoinette Faure, con 24 preguntas confesionales. El escritor lo completó dos veces, la primera a los 14 años y la segunda, ya adulto, a los 20 o 21. En la segunda ocasión, llama poderosamente la atención la respuesta a “¿cuál es tu principal defecto?”. Contesta Proust que “la falta de voluntad”. Sorprende esa confesión en alguien capaz de escribir las 3.371 páginas de ‘En busca del tiempo perdido’, un monumento de la literatura en mayúsculas. Aunque quizá dio en el clavo: somos eso, eterna insatisfacción y tiempo que irremediablemente fluye, fluye y fluye.
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