Décima avenida

Qatar-22: El Mundial de cartón piedra

Los rectores del negocio han logrado convertir el fútbol en un deporte odioso

Ambiente en los alrededores del Estadio 974 frente a una réplica del trofeo de la Copa del Mundo en Doha, Qatar.

Ambiente en los alrededores del Estadio 974 frente a una réplica del trofeo de la Copa del Mundo en Doha, Qatar. / AFP/Kirill KUDRYAVTSEV

Joan Cañete Bayle

Joan Cañete Bayle

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

El primer Mundial del que tengo conciencia fue el de Naranjito, España-82. Recuerdo algunos partidos (la decepcionante España, la deslumbrante Brasil, la brillante Francia, la cicatera Italia) y a algunos jugadores (Maradona, Socrates, Zico, Quini, Santillana, Platini, Tigana, Giresse, Shumacher, Rumenigge, Littbarski, Rossi, Gentile...), pero lo primero que pienso al rememorar aquel Mundial no es en fútbol, sino en una rúa de carnaval que la 'torcida' brasileña improvisó en el centro de Barcelona. Brasil jugaba en Sarrià, y yo iba al dentista, y nuestros caminos se encontraron al son de la samba Rambla abajo, hacia el mar, en una Barcelona muy distinta de la que diez años después albergaría los Juegos Olímpicos. Los recuerdos infantiles son brumosos y poco de fiar, pero no tengo dudas de que aquellos aficionados eran brasileños y simpatizantes de la ‘canarinha’ y no desempleados contratados por la organización para dar color a las calles de Barcelona, como hay sospechas de que han hecho en Qatar, donde los trabajadores asiáticos al parecer tanto sirven para trabajar en régimen de semiesclavitud en la construcción de los estadios como para animar a España al grito de "¡Yo soy español, español, español!". 

La historia de los falsos aficionados –negada por las autoridades qataríes con el mismo énfasis con el que niegan que se vulneren derechos humanos en su país-- constituye, hasta que empiece a rodar el balón, el símbolo perfecto del Mundial de Qatar: un torneo de cartón piedra, pura fachada, de impostadas emociones e impostora modernidad. Es ‘sportwashing’ de primer orden, carísimo, tan parecido a un auténtico Mundial de fútbol como puede serlo un parque acuático a una cala de Menorca. Con Qatar, quienes rigen el negocio del fútbol han elevado la apuesta de el proceso que empezó hace ya años: nos han robado el balompié a los aficionados y lo han convertido en un lucrativo espectáculo a disfrutar en una pantalla. Y todo el mundo sabe que lo que queda al margen de la pantalla no existe, es como la basura que se esconde debajo de la alfombra. 

Euro a euro

Hace tiempo que paso a paso, contrato a contrato, euro a euro, los rectores del fútbol han convertido a los aficionados en meros consumidores. Cada año juegan a placer con los colores de las camisetas sin respeto a tradiciones ni historia; los torneos nacionales eliminaron las jornadas dominicales de todos contra todos a las cinco de la tarde hasta lograr que, hoy, no sepamos si el partido del sábado es del mismo torneo que el del miércoles o el del domingo que viene; los precios de las entradas son prohibitivos, aptos solo para turistas que compran paquetes enteros de avión, hotel y una experiencia en el Camp Nou o el Bernabéu; y ahora organizan un Mundial en noviembre, paralizan las Ligas y la Champions, nos argentinizan convirtiendo la Liga en un torneo Apertura, del que el Barça es campeón sin corona, y un Clausura. En este sentido, Florentino Pérez y la Superliga son la continuación lógica del negocio, el crecimiento natural del modelo.  

El Mundial de Qatar es un paso más de este modelo del negocio del fútbol. Desde Qatar y algunos países árabes se critica la dureza con la que se trata el Mundial en la prensa occidental, esa misma prensa que no le hace ascos al chorro de dinero que financia a clubs como el PSG o el Manchester City. Es cierto que no es la qatarí la primera dictadura o país autoritario en el que se vulneran derechos y libertades que invierte en ‘sportwashing’, ‘gaywashing’, ‘greenwashing’ o lo que sea menester. Tampoco es el primer país poco o nada democrático en el que la FIFA organiza un Mundial: Italia-34 se jugó a la mayor gloria del fascismo de Mussolini, Argentina-78, de la junta militar argentina y Rusia-2018, de Vladímir Putin. Pero Qatar, con sus petrodólares, aporta a la historia de los Mundiales un barniz de cartón piedra y un descaro que se hace insoportable incluso en estos tiempos en que creemos haberlo visto ya casi todo y que tan pocas cosas nos escandalizan. Total, si se puede organizar una cumbre del clima en Sharm el-Sheij, nada es imposible. 

Los próceres de la FIFA y Qatar-22 confían en que todo se olvidará en cuanto ruede el balón y Messi, M’Bappé, Ansu Fati y compañía empiecen a generar pasiones: alegrías, penas, emociones, arte. Y seguramente será así. Pero, entre todos, están logrando que el fútbol se haya convertido en un deporte odioso. Lo es para quienes no lo disfrutan, agobiados por su omnipresencia en los medios, avergonzados e indignados por las cifras que mueve y por los comportamientos que promueve. Pero también lo es para muchos a los que sí nos apasiona, incapaces de justificar ya tanta actitud impresentable. Ese es el problema del fútbol, y no si 90 minutos se hacen demasiado largos.

Suscríbete para seguir leyendo