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Catar, un Mundial para sonrojarse

Turistas y aficionados se hacen fotos frente al cartel "Copa Mundial de la FIFA Qatar 2022" en el Doha Corniche antes de la Copa Mundial de la FIFA Qatar 2022.

Turistas y aficionados se hacen fotos frente al cartel "Copa Mundial de la FIFA Qatar 2022" en el Doha Corniche antes de la Copa Mundial de la FIFA Qatar 2022. / DPA/FEDERICO GAMBARINI

Albert Garrido

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“Antes de que empiece a rodar el balón todo resulta indigno”, afirma Jordi Puntí en su columna del último jueves en EL PERIÓDICO. Sí, es cierto, todo resulta indigno: el mismo día, dabas vuelta a la página y asomaba este titular bajo el epígrafe El lado oscuro de Catar: La persecución a las personas LGTB. En días anteriores y posteriores, en todos los medios, desde los más serios a los más ligeros, se multiplicaban las descripciones, las noticias, los datos y testimonios de un pequeño país inmensamente rico, pero también irremediablemente sórdido, sumergido en la sordidez propia de los regímenes autoritarios, sujetos a un dogmatismo estúpido que degrada el legado de la cultura árabe y del islam,  y priva a las mujeres del más elemental de los derechos: la autonomía personal sin cortapisas ni tutelas.

Todo huele a podrido en el Mundial de Catar desde el día en que la FIFA eligió el emirato para organizarlo. Todo huele espantosamente mal en el negocio del deporte a gran escala cuando desempeña el papel de blanqueador de regímenes impresentables. No es la primera vez que sucede –la lista de regates a la decencia es larguísima; la Supercopa de España volverá en enero a Arabia Saudí, una teocracia inmoral–, pero la dimensión que adquiere cualquier acontecimiento relacionado con el fútbol confiere un perfil especial al caso catarí y revela la enfermiza insensibilidad de la FIFA, cuya única vara de medir es la cuantía del negocio a la vista, la cuenta de resultados encubierta por una opacidad extrema. Que sirva al país elegido para difundir un spot publicitario universal de un mes de duración para mostrarse como el mejor de los mundos no le importa mucho a la FIFA o, seamos francos, no le importa nada.

Relativizar el respeto y el compromiso con los derechos humanos huele a podrido. En cuanto se relativizan tales derechos, desaparecen; si se hace, además, en nombre de la tradición, de las costumbres y de la religión, salen maltrechas, irresponsablemente caricaturizadas, la tradición, las costumbres y la religión, sometidas al sesgo y los intereses de la élite gobernante, en este caso la catarí. Al impugnarse la universalidad de ciertos valores –la libre elección, la autonomía de los individuos, el libre examen, la libertad de movimientos, la libertad de opinión, la libertad sexual, la igualdad entre hombres y mujeres, la libertad de credo–, se deja sin efecto el legado cultural de las Luces, de ese salto cualitativo extraordinario que hizo de los súbditos ciudadanos.

El mundial nunca debió celebrarse en Catar. Resulta sorprendente –es un término amable para evitar un exabrupto– que hasta hace solo unos días Joseph Blatter, expresidente de la FIFA, no se percatase de que encargar el Mundial a Catar fue un inmenso error; en realidad, él anunció la elección con desmedido entusiasmo. Resulta aún más sorprendente –otra vez la amabilidad en evitación del exabrupto– que Gianni Infantino, presidente de la FIFA en ejercicio, defina la cita de Catar como “el Mundial más accesible e inclusivo”, al mismo tiempo que un futbolista catarí advierte de que quienes acudan a su país deberán atenerse a los requisitos de la tradición local. Da la impresión de que, en el mundo de Infantino, el carácter accesible del acontecimiento se fija solo en lo fácil que resulta volar hasta Doha; en cuanto a la condición de inclusivo, no hay forma de resolver el acertijo.

La cifra de muertes habidas en la construcción de los estadios y otras infraestructuras relacionadas con el Mundial no es el único dato que lleva a pensar que el torneo no debió viajar nunca hasta el golfo Pérsico, pero es demasiado sangrante –literalmente sangrante– para dejar de citarlo: por encima de los 6.500 muertos en las obras, según rigurosa contabilidad del rigurosísimo The Guardian. Que las autoridades catarís reduzcan la cifra a tres muertos es un consumado ejercicio de desprecio a la inteligencia; es imposible dar crédito a la versión oficial a poco que se esté al día de las condiciones por demás precarias que soportan los miles de trabajadores extranjeros contratados, procedentes la mayoría de ellos de países de Asia con gigantescas bolsas de pobreza (India, Pakistán, Filipinas, Irán).

Sabido y debatido el perfil ominoso del Mundial, no tiene sentido prender el televisor y seguir la competición con mala conciencia. La mala conciencia debe limitarse a quienes otorgaron a Catar el campeonato, a quienes maquillan la realidad social de un país extremadamente dual, con una población extranjera no occidental que se acerca a dos millones de personas sin apenas derechos. La mala conciencia deberían tenerla quienes presentan un emirato absolutista como una tierra de promisión con una renta per cápita de 66.000 dólares (la de España es menos de la mitad). La mala conciencia deberían experimentarla quienes difunden una imagen del mundo árabe que poco o nada tiene que ver con la de sociedades en crisis en las que se entreabrió la puerta de las primaveras hace una década o más, pero se cerró de golpe entre gritos y susurros sin mayores protestas y preocupación de Occidente.

Ni los futbolistas son agitadores sociales –esa no es, al menos, su función principal– ni los amantes del fútbol en todo el mundo deben justificarse con complejas digresiones retóricas. Como subraya Emilio Pérez de Rozas en su artículo del pasado miércoles …y Catar sigue imperturbable, “ahora resulta que todos los cínicos que han contribuido a que Catar blanquee su estilo de vida con esta fastuosa Copa esperan que los futbolistas denuncien lo que ellos han silenciado”.

A lo que en verdad están obligados los gestores del deporte de alta competición es a tomar nota de la reacción de los artistas que se han negado a actuar en la ceremonia inaugural, de las selecciones que han decidido incorporar en sus uniformes el arcoíris que distingue al movimiento LGTBI, de cuantos desde entornos sociales muy variados reclaman un saneamiento del deporte para que deje de ser simplemente un espacio de enriquecimiento en el seno de la economía global, acomodado a una moral de situación nada exigente. Todo dirigido a evitar cuanto antes que prosiga la triste cronología del disparate deportivo que empezó acaso con el Mundial de fútbol de 1978, celebrado en Argentina en plena degollina. Si instancias como la FIFA no echan el freno, Catar no será el último motivo de sonrojo.  

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