La espiral de la libreta | Artículo de Olga Merino

Hijos y madres, pero también viceversa

Al hilo de las reflexiones sobre los caminos de la maternidad (o no)

Una mujer amamanta a su hijo.

Una mujer amamanta a su hijo.

Olga Merino

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El belga Georges Simenon, el creador del comisario Maigret, escribió en ‘Carta a mi madre’: «Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos. Hoy, creo que cada uno de nosotros tenía una idea inexacta del otro». De la misma forma, el escritor norteamericano Richard Ford trazó un retrato al carboncillo de su progenitora en ‘Mi madre’: «Recuerdo que mi madre fue sometida a una histerectomía y mi abuelo, Ben Shelley, le hacía bromas sobre lo buenas ‘barberas’ que habían sido las monjas del Hospital de Santo Domingo. Eso la hacía llorar». También Roland Barthes, pope de la semiótica, escribió un ‘Diario de duelo’ tras la muerte de la suya… Simenon, Ford y Barthes: tres prebostes de la cultura reflexionan sobre la relación con las mujeres que los alumbraron en tres libros considerados literatura de la buena, sin etiquetas ni menoscabos. En cambio, cuando una escritora medita sobre el vínculo inverso, automáticamente el asunto pierde trascendencia universal.

Viene esta consideración a cuento del artículo que Rosa Montero, siempre lúcida y generosa, publicó el domingo pasado en ‘El País Semanal’ bajo el título de ‘Empezar a nombrar’, tras asistir, durante la pasada Feria del Libro de Fráncfort, a un debate sobre la maternidad con tres autoras españolas (Katixa Agirre, Nuria Labari y Silvia Nanclares). La mesa redonda llevaba el espeluznante título de ‘Rabenmütter?’, que en alemán significa, aclaraba el texto, «madre cuervo»; o sea, ‘mala madre’, en alusión al estigma que pesa sobre aquellas mujeres que priorizan su carrera profesional sobre la crianza de los hijos. O bien intentan locamente que los platillos chinos malabares sigan manteniendo el equilibrio en el aire.

EL PESO DE LA CULPA

He visto a amigas y a queridas compañeras de trabajo morderse las uñas metafóricas de culpabilidad por dejar a los críos hasta las tantas a cargo del canguro o de la abuela. Las he escuchado devanar la cara B de la maternidad y, al mismo tiempo, tratar de expresar con pobres palabras el éxtasis de amasar la arcilla primigenia. Las he acompañado en el proceso de adopción o en el desgarro de perder un bebé. Me siento muy cómplice también de las no–madres, enfrentadas a menudo a una pregunta preñada de sospechas: «¿Tienes hijos?». ¿Por qué el principio de la vida y sus recovecos no iban a constituir un tema universal? Ya está en ‘Medea’, la tragedia de Eurípides: «Dicen que vivimos en la casa una vida exenta de peligros, mientras ellos luchan con la lanza. Necios. Preferiría tres veces estar a pie firme con el escudo que enfrentarme al parto una sola vez».

En efecto, hay que seguir nombrando y no parar. Gracias, Rosa.

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