Limón & Vinagre | Artículo de Josep Maria Fonalleras

Narcís Comadira: La poesía como un saco de arena contra el río de la Nada

Para él, los poemas son setas que, poco a poco, van a parar a un cesto que se convierte en libro, cazadas con mesura, lentamente

Comadira

Comadira / Joan Mateu Parra

Josep Maria Fonalleras

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Hace muchos años, Jaime Gil de Biedma preguntó a su amigo Narcís Comadira cuántos poemas escribía al año. El poeta gerundense, que ahora acaba de cumplir 80, le contestó: “No sé, unos 10 o 12”. Tampoco era una cifra exacta. Comadira nunca ha tenido prisa, porque sabe que el poema exige una fijación artesanal, pero al mismo tiempo pide espacio, distancia. Es un proceso lento, de decantación, o como él mismo ha dicho, "escribir es excavar, buscar tesoros escondidos, entender la lengua como un yacimiento donde puedes encontrar una moneda de oro o un fragmento roto de cerámica". Comadira, por supuesto, devolvió la pregunta y Jaime Gil dijo: “Yo, uno, quizás dos”. Y añadió: "Ya te llegará".

La trayectoria de Comadira -desde su primer libro, 'La febre freda' (1966), hasta el último, 'Els moviments humans' (2022)- es extensa y fecunda, pero a la vez medida y cada vez más concentrada, más al límite del lenguaje, más consciente de la trascendencia del poema que, como él mismo explica, "hay que escribir a mano, porque la poesía está ligada al cerebro. "Primero, lo escribe en un papel y cuando ya tiene un cierto cuerpo lo apunto a mano en una libreta, en la página derecha, y dejo la izquierda vacía para hacer correcciones.” De vez en cuando, lo relee y hace cambios, "y cuando veo que se aguanta lo pongo en el ordenador".

La anécdota de Jaime Gil la explicó esta semana en un acto de homenaje al octogenario de la Institució de les Lletres Catalanes en la sede del Institut d'Estudis Catalans. Una velada emotiva y discreta que acabó con una lectura del último poema que Comadira ha escrito (¿quizás el único que ha escrito este año?), una sorprendente versión del 'Cant de la Sibil•la' que describe, en la mejor tradición apocalíptica, desgracias terrenales en el día del Juicio. "Un poco terrorífico", dice, antes de recitarlo con sabiduría de poeta y voz profunda de rapsoda.

Se define como “pesimista por naturaleza” (también en relación al futuro del catalán, que le hace sufrir en versos y en confesiones, públicas y privadas) y “más bien poco sociable”, y hace tiempo, en 1972, escribió que era “macho y gerundense, de media estatura, cabello castaño, ojos de chaval triste”. El cabello ya es blanco a estas alturas, pero la mirada, que continúa con un deje de tristeza, también esconde sonrisas malévolas, de pícaro, de persona que observa el presente con desencanto pero, al mismo tiempo, con “la esperanza que se levanta cada mañana”, como decía Charles Péguy.

La poesía de Comadira, que habla de la naturaleza y de las piedras, de la memoria y del agua, de la luz que emerge de la tiniebla, pero también de la tiniebla, de la fugacidad y la permanencia, del desamparo y del estallido de la vida, de la civilización y la cultura, se asemeja a lo que dijo Tarkovsky: “El arte consiste en rezar, y ese arte que es oración nos aboca a la trascendencia”. El lector que sea capaz de captar ese soplo, ese ruego, percibirá que el arte le pertenece, que aquella poesía que “no hace que pase nada” (escribía Auden), que no monta revoluciones ni es un arma cargada de futuro, en realidad logra mucho más que todo eso: puede llegar a emocionar, es un baluarte que protege y conmueve, y que provoca “auténticas sacudidas”.

Pocos poetas han reflexionado tanto sobre su oficio como Comadira. Para él, los poemas son setas que, poco a poco, van a parar a un cesto que se convierte en libro, cazadas con mesura, lentamente. Son orden y confianza en la lengua. "El poema", escribe, "como el edificio, como el cuadro, como un 'suquet' de pescado, comienza y termina en sí mismo, en su propio sistema de proporciones y resonancias". El poema es también un “saco de arena” que trata de contener “la masa espesa de las aguas aniquiladoras de mi lengua y, por tanto, del lenguaje, y, por tanto, del sentido de la vida”.

Han salido unos cuadros y un 'suquet'. El Comadira pintor, que nace prácticamente al mismo tiempo que el poeta, bebe de los frescos de Cnosos y de Paestum, de las vidrieras de la catedral de Girona cuando se embelesaba de pequeño, de Piero y Masaccio (“siempre digo que me gustaría ser un pintor del siglo XIV y pintar frescos”), de Cézanne y Morandi. Árboles con colores mates, rocas de las que emergen pinos, bloques de piedras que recuerdan a los de Giotto. Sin figuras humanas. Y la cocina. El poeta y el artista cocinero, que prepara una colosal 'blanquette de veau' en su casa-estudio de Sant Feliu de Guíxols. Con igual delicadeza, con el mismo vigor que el poema.

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