La entrevista a Barrionuevo

Elogio del crimen de Estado

Es incontestable que España tiene una doble vara de medir cuando se trata de la cuestión de la unidad patria

José Barrionuevo

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Pilar Rahola

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Asco e indignación, y no solo por el contenido, sino también por el continente. Hablo de la vergonzosa entrevista que ha hecho el diario 'El País' a José Barrionuevo, donde todo, desde los titulares a las preguntas, estaba pensado para endulzar el material explosivo que salía por su boca, felizmente liberada gracias a la impunidad de la que disfruta.

Lo ha señalado Iñaki Anasagasti en su blog: "'El País' podía haber escogido titulares más sangrientos, del estilo, 'era una guerra sucia y nosotros actuábamos de la misma manera', o 'como Larretxea no cabía en el maletero, fuimos por otro', etc. Pero optaron por el titular más amable, 'Yo ordené liberar a Segundo Marey'". Como si Barrionuevo fuera un alma caritativa. Y así, el hecho de que un grupo terrorista financiado por el Estado hubiera secuestrado a una persona, le tuviera nueve días torturándole y, al darse cuenta de que se había equivocado (pensaban que era Mikel Lujua), debatiera si lo mataba , le hacía desaparecer o lo liberaba (tal y como él mismo explica en la entrevista), y finalmente le perdonaba la vida ("por no causar más desorden", sic), toda esa barbaridad quedaba como una menudencia, porque finalmente no lo habían ejecutado. Es decir, suerte de la bondad de Barrionuevo...

Sería un despropósito periodístico si no fuera porque es más grave: es una inmoralidad democrática. Si el diario 'El País' todavía es el "diario de Estado" y marca las fronteras entre lo que forma parte del régimen de la Transición -es decir, del buen régimen- y lo que queda fuera, ha quedado muy claro que el crimen de Estado queda dentro de lo permisible.

Y no se equivoca porque el GAL siempre ha estado dentro de las fronteras de la democracia española. Desde sus inicios, cuando se parió en las entrañas de las cloacas de Interior, dirigido por Barrionuevo y con el 'señor X' Felipe González de presidente. El crimen de Estado significó una serie de atentados, secuestros y torturas, y el asesinato de 27 personas. Y después, cuando se conoció públicamente la naturaleza de estos escuadrones de la muerte, y los responsables fueron sentenciados, los dos grandes partidos fueron a una.

Por parte del PSOE se movilizó el apoyo público, los diputados socialistas se pasearon con chapas rojas con la frase "yo soy amigo de Barrionuevo" y el propio Felipe se desplazó a la cárcel de Guadalajara para darle la último abrazo a Barrionuevo.

Por parte del PP, Aznar activó con celeridad el indulto pedido por los socialistas, y todos salieron de inmediato. Barrionuevo solo pasó tres meses en prisión, de los diez años sentenciados. De hecho, él mismo confiesa que Rajoy le había asegurado que no estaría en prisión ni un día más. Así quedaba sellado el pacto de sangre entre PP y PSOE, ambos partidos convencidos de que el crimen de Estado podía tener cabida, sin consecuencias penales, en la democracia española. Se trataba de la unidad de España y, frente a este sagrado deber, las fronteras del Estado de Derecho eran como tan moldeables como la plastilina.

Ni que decir tiene que si se compara el caso GAL con otros casos desgarradores todavía queda más patente la putrefacción de la democracia española. Por ejemplo, el exgobernador civil Julen Elgorriaga, condenado a 71 años por los asesinatos de Lasa y Zabala, estuvo solo 14 meses en prisión. Los jóvenes de Altasu, por un altercado en un bar, llevan ya 33 meses encerrados... Y los líderes independentistas estuvieron años en prisión, mientras el Estado iniciaba la causa general contra miles de independentistas. Causa, por cierto, que sigue goteando y destrozando vidas día a día.

Es incontestable que el Estado español tiene una doble vara de medir cuando se trata de la cuestión de la unidad patria. Sin embargo, llegar al punto de normalizar completamente -con parafernalia de amable entrevista- la existencia de escuadrones de la muerte que perpetraron 27 crímenes de Estado es un nivel de bajeza que debería ser inimaginable. De hecho (junto con los negocios espurios del rey fugado) es la estocada final del mito de la ejemplaridad de la Transición. Y es, también, el termómetro que mide la calidad moral de la 'intelligentsia' española, tan callada como amoldada a unos parámetros indecentes que nunca deberían tener cabida en un Estado de Derecho.