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Lula gana, el bolsonarismo sigue

Incluso si Bolsonaro facilita la transición con razonable lealtad, Lula ocupará el puente de mando de una sociedad tan fracturada como enfrentada

Lula gana las elecciones presidenciales en Brasil

Lula gana las elecciones presidenciales en Brasil / Ettore Chiereguini

La ajustadísima victoria de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil corrobora los temores de que la extrema derecha, una vez ha sembrado su semilla, haya llegado para quedarse en sociedades radicalmente divididas. Incluso con líderes impresentables y en un momento de auge de la izquierda en América Latina. Como sucedió en Estados Unidos en noviembre de 2020, con la victoria de Joe Biden frente a Donald Trump, el triunfo de Lula está lejos de zanjar la influencia de Jair Bolsonaro en la política brasileña, sea cuales sean los términos con que este acabe digiriendo la derrota. Antes al contrario, el presidente saliente cuenta con resortes suficientes para complicar lo indecible el traspaso de poderes y, una vez se haya completado este, para dificultar a su sucesor la aplicación de un programa de corte progresista y contaminar la convivencia democrática.

La resistencia de Bolsonaro a reconocer la victoria de Lula resulta inquietante. Mientras la mayoría de cargos significativos del bolsonarismo han reconocido de forma inmediata la limpieza de la elección, y Estados Unidos, la Unión Europea, Rusia y los países latinoamericanos han corrido a felicitarse sin reservas por la victoria de Lula, refrendando su legitimidad en un mensaje inequívoco ante cualquier posible tentación, el comportamiento inusual del presidente presagia días difíciles cuando, de acuerdo con la Constitución, tenga que poner al día de los asuntos de Estado al gabinete de transición.

Incluso si tal requisito lo cumple Bolsonaro con razonable lealtad, Lula ocupará el puente de mando de una sociedad tan fracturada como enfrentada, con similar capacidad de movilización electoral a ambos lados de la divisoria, pero con más y mayores resortes para la desestabilización en manos de la extrema derecha que en el bando del Partido de los Trabajadores y de sus aliados. Aunque no sea más que una protesta que se acabe deshaciendo sola, no deja de ser un aviso la decisión de los camioneros de varios estados de bloquear autopistas porque no aceptan el resultado del escrutinio certificado por el Tribunal Supremo Electoral. Hay una distancia enorme entre esa iniciativa y la estrategia de Trump que culminó con el asalto al Congreso, pero no deja de ser sintomático de lo que puede guardar el futuro.

Con todo, la teórica mayoría en la Cámara de Diputados de la ultraderecha, unida a la derecha y al centro, reúne ingredientes para que mengüe a poco que Lula se ejercite en su probada habilidad para el pacto. A tenor de la tradición política brasileña, la tendencia del centro es ponerse de acuerdo con quien ocupa el poder y alejarse de la oposición. La declaración del juez Sergio Moro, que condenó a Lula a pena de cárcel, de aceptar el resultado pero avanzar que seguirá como senador en la oposición, es improbable en boca de los líderes del centro, habituados a completar la mayoría presidencial cuando tal cosa no existe de entrada como le sucede a Lula.

Tan importante como el deslizamiento del centro para garantizar la gobernabilidad, y la continuidad del giro moderado que ha emprendido del presidente electo para lograr disipar temores y lograr su elección, lo es el hecho de que por primera vez las cuatro grandes economías de América –México, Colombia, Argentina y Chile–, además de Brasil a partir del primero de enero, tienen presidentes al menos nominalmente progresistas. Añádase a eso que la extrema derecha brasileña no cuenta ahora con el apoyo determinante que fue la presidencia de Trump, no solo para lograr la victoria en 2018, sino para enrocarse en asuntos tan dramáticos como la desastrosa gestión de la pandemia y tan indefendibles como la explotación intensiva e irregular de la Amazonia.