Público, privado, íntimo, secreto
Algunos diaristas varones se zambullen con naturalidad en los argumentos del cuerpo
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
A las once de una mañana primaveral, John Cheever, el Chéjov de las urbanizaciones norteamericanas, anota, en uno de los 29 cuadernos que dejó escritos, un párrafo bien fisiológico: «Me duele el estómago, me pica el escroto, mi corazón se agita, me duele al respirar, se me cae el párpado derecho». Algunos diaristas varones, tanto difuntos como vivos y coleando, hablan con naturalidad de los argumentos del cuerpo. Migrañas, optalidones, resacas antropomórficas. Las consecuencias de una noche loca o el suplicio de un insomnio tenaz. Una bajada de la tensión, almorranas, problemas renales, el peso de la dentadura postiza. Pienso que, si descienden hasta la charca de lo orgánico, lo hacen mayormente para epatar al lector; ellos lo valen, porque tienen gracia y soltura para escribir sobre poluciones nocturnas, la parábola que dibuja en el aire una micción o los concursos adolescentes para ver quién tiene el pene más largo. A veces consignan también catas geológicas sobre cuerpos femeninos. O bien un escarceo con la criada mientras se extiende la peste por el Londres del siglo XVII («… acariciarle los senos, por la mañana, cuando me viste: son los más hermosos que he visto, es preciso declararlo», Samuel Pepys).
El pudor
En cambio, las mujeres que escriben (escribimos) diarios resultan más púdicas en la exhibición de lo funcional. Y del deseo. En realidad, existen (o conocemos) muchas menos señoras diaristas que señores, tal vez porque a menudo el personal es más crítico con las mujeres, un asunto que daría para una ‘espiral’ entera. Pretendía, además, hablar de otra cuestión, de las líneas rojas, de los límites entre público, privado e íntimo que estableció en su día el psiquiatra Carlos Castilla del Pino. Lo íntimo sería incomunicable. En teoría, intimidad y publicación son excluyentes.
Aunque soy la primera a quien le gusta leerlas, las anotaciones fisiológicas son un artificio en virtud del cual el lector cree que está husmeando en la vida recóndita de otro. Y tampoco son notas tan inconfesables, tan escandalosas: todos pasamos por la cama y el váter, en este caso varias veces al día. El diario íntimo es un simulacro, pero a veces aparece entre las páginas un destello de verdad, de luz cegadora. Los asuntos más profundos, los que nos avergüenza revelar, son precisamente los que nos hermanan como especie, los más universales. Como esta confesión de Josep Pla en su libreta tras leer una carta de Aurora: «Esta chica tiene razón. Me lo he perdido todo, he sido un borrico. La tendencia a la ternura me lleva, por huir del ridículo, a la dureza y al exceso».
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