La mano crispada del bedel chino
Parece que el XX congreso del Partido Comunista de China se clausura con un doble puño
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Como en el mundo coexisten millones de presentes simultáneos, en el mismo momento en que fundían a negro al expresidente chino Hu Jintao en el Gran Salón del Pueblo, en Pekín, yo me encontraba cumpliendo años, de visita en casa de mis padres. Mi madre me explicó por enésima vez las truculencias del parto —estuvimos a punto de quedarnos tiesas las dos—, mientras mi padre me habló una vez más de la tormenta colosal que caía. Cuando joven, mi padre era muy guapo y muy delgado; se daba un aire al actor Alberto Closas, sobre todo cuando encendía un pitillo. Parece que jarreaba como en el diluvio aquel viernes, con rayos y truenos, como en otro tiempo. ¿Dónde está la lluvia en este octubre tropical? ¿Adónde se la llevaron? ¿Y ese aire fino y vivificante que aguza el pensamiento? Imagino a mi padre corriendo bajo la manta de agua, como en una película en blanco y negro, para dar la noticia en el bar donde aguardaban mi abuelo y no sé quién más. «Es una niña, es una niña». En aquel otoño no existían las ecografías ni había teléfono en casa.
Y Mao estaba a punto de inaugurar la Revolución Cultural.
ESCARNIO PÚBLICO
Como regalo de aniversario, se me ha metido una mano en el cerebro. Una mano crispada, de nudillos casi blancos por el esfuerzo, que podría estar oprimiendo un cuello hasta impedirle la respiración y, sin embargo, lo que hace es sujetar el brazo de Hu Jintao. Según la versión oficial, el exmandatario, de 79 años, se sintió mal. Pero la presión de la zarpa, el forcejeo con el bedel y la prolongación de la escena invitan a pensar en que se trató de un desalojo a la fuerza, tal vez para escenificar un cambio de era; más aún, parece un escarnio público, como se estilaba cuando las purgas de Mao.
El Congreso del Partido Comunista Chino se celebra una vez cada cinco años y consiste, por tanto, en una coreografía muy ensayada donde no desentona ni el vuelo de una mosca. Pude comprobarlo ‘in situ’ en 1996. No me enteré de mucho, la verdad, más allá de la estética, el encajonamiento y de lo que le apeteció transmitir a la sonriente traductora; como occidental, no podías dar un paso sin que te los contaran. Entonces, cortaba el bacalao Jiang Zemin, cuyo legado se desvirtúa ahora: apertura, la ‘estabilización’ de la crisis de Tiananmén y crecimiento a toda costa, según el lema de «primero manchar, después limpiar». Veintiséis años después, parece que el congreso se clausura con un doble puño: el del subalterno en torno al brazo de quien incomoda y el de Xi Jinping sobre el Estado, sobre los ‘tropiezos’ del pasado: culto al dinero, hedonismo, egocentrismo, corrupción, nihilismo. Échate a temblar cuando la ideología se pone la casulla religiosa de la excomunión.
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