Golpe franco

Ver el fútbol solo o demasiado acompañado

Ter Stegen y Benzema se saludan tras el triunfo del Madrid en el clásico.

Ter Stegen y Benzema se saludan tras el triunfo del Madrid en el clásico. / Reuters

Juan Cruz

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Les avisé hace una semana de que me proponía ir al fútbol, a ver el Madrid-Barça, con mi nieto madridista. Fue una gran experiencia que me alejará por mucho tiempo de los campos, del de Chamartín y de cualquier otro que se me ofrezca como escenario. En cuanto al partido, me pareció interesante, porque comprobé sin otros intermediarios que los de la grada hasta qué punto el Barça, mi equipo, es un conjunto aún por hacer, ingenuo, incapaz de ver el tren que tenía delante. Este tren arrancaba desde atrás como si llevara fuego en el cuerpo, a la vez que el Barça oponía ingenuidad y blandenguería. Como en los tiempos indecisos de Valverde, que los tuvo, o de Koeman, que los exhibió en demasía, el Barça jugó a esperar, y ante un equipo como el que dirige Benzema si esperas terminan desesperándote.

Fue interesante ver el partido, sugería antes, sin intermediarios. El graderío es una fuente de comentaristas espontáneos de lo más diversos. Algunas personas me reconocieron por esta voz que a veces aparece en la radio o en la televisión. Me pedían, por ejemplo, selfis a los que nunca me acostumbro, y también me pedían disculpas porque muchas veces arremetían contra el equipo de mis colores o celebraban con un exceso de pasión los goles de su once favorito. Mi nieto hacía lo propio, y sólo en una ocasión le hice notar que no era bueno abuchear al contrario antes de que empezara el juego, en ese entrenamiento sin consecuencias en que prueban, sobre todo, a los porteros. Al salir el Barça a calentar él, como otros simpatizantes del mismo color, inició un ¡buuuuu! que venía de todas las partes del estadio, y ante eso me limité a decirle:

-¿No te has dado cuenta de que es imposible jugar un partido sin contrario?

Luego hizo lo que le dio la gana, pero en ese caso concreto me sentí ufano de que me hiciera caso. Cuando ya el partido estrenaba incertidumbre y aún no había desarrollado el Madrid su ametralladora, un compañero de graderío pronunció una enmienda a la totalidad azulgrana. Con toda la voz que le había prestado su madre al nacer, lanzó este improperio:

-¡Todos los aficionados del Barça son retrasados mentales! 

Cuando lo miré, mi nieto y un compañero de graderío de aquel hombre hacían lo mismo: el nieto me pidió que no dijera nada, que no reaccionara, y el colega del gritón hacía lo propio con su compañero, “cállate, no grites más”. No me dio tiempo a callarme así que le dije al insultador genérico que quizá estaba atribuyendo a toda la afición barcelonista algo de lo que era imposible que él estuviera seguro. Me insultó un poco más (“porque yo puedo decir lo que me dé la gana”) pero luego se apaciguó hasta las (atenuadas) euforias finales, cuando mi nieto se iba ufano con su victoria y yo me iba buscando un taxi para llevarlo a él a buen resguardo.

Me pareció, al fin, que era mejor que siguiera viendo el fútbol como antiguamente, solo en casa. Lo hago desde que tenía 11 años y era partidario del mismo equipo que perdió el domingo en el Bernabéu. En aquel entonces lo escuchaba en las voces de Miguel Ángel Valdivieso y de José Félix Pons, y ahora oigo (mientras contemplo la televisión) cómo lo cuenta Lluís Flaquer, y generalmente me dejan solo cuando sufro o lloro de alegría, como este último jueves (lo escuché sólo por radio; estaba en Fráncfort, no había televisores cerca), de modo que tengo tristeza, placer o paz sin que nadie me grite muy cerca de mis tímpanos. A ver este domingo qué hacemos, pero ya no me cogen más en un graderío. Lo juro, y mi nieto lo sabe. 

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