Parece una tontería

Tíralo

Todas las cosas inútiles a las que estamos unidos de una manera vaga podrían tirarse tratando de recordar el lugar en el que nos deshicimos de ellas, y ganaríamos en casa un espacio precioso

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Juan Tallón

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Todos sufrimos dificultades con el espacio, incluso angustia. La vida funciona por acopio y algunos días nos parece que no cabe todo lo que atesoramos. Antes o después, las habitaciones, los trasteros, los armarios, las estanterías, las cómodas, los cajones, las repisas se quedan pequeños; nos confiesan sus limitaciones y nosotros nos desazonamos. Doblar, apilar, encajonar, embalar, llenar, se vuelven acciones que permiten liberar huecos impensados, mantenernos a flote, y, en cierto sentido, ganar tiempo para continuar con el lento llenado de nuestras vidas.

Con los años, lo útil se vuelve innecesario, inservible, fantasma, se acumula, se va volviendo costumbre, casi amistad, aunque sea sintético. El resultado es su bulto, y la reducción del espacio. En momentos muy especiales, y críticos, algunas personas escuchamos entonces resonar en nuestras cabezas un hermoso y espeluznante imperativo: «Tíralo». A su manera resplandece, pero no es raro que uno experimente miedo ante el mero sonido interior de la palabra. Supongo que nos atemoriza su irreversibilidad. Cuando te desprendes de algo, adivinas que nunca podrás recuperarlo, así que el siguiente pensamiento caerá por su propio peso: «¿Y si me arrepiento?» Nada se parece al desasosiego que produce lo definitivo, lo que pasa y nunca más volverá a pasar, por mucho que lo desees.

Otras veces lo piensas y «tíralo» no suena tan grave, o no si después eres capaz de no pensar demasiado en ello. Quizá tengas también que decirte «olvídalo». Cabe una tercera fórmula, en la que reparé esta semana mientras veía ‘Harold y Maude’, de Hal Ashby. Es una película maravillosa, llena de escenas inolvidables. Sus dos protagonistas, Harold, adolescente, y Maude, anciana, se conocen durante un entierro, y se vuelven inseparables. En un momento de la película, mientras pasan una tarde imborrable en un salón recreativo, él imprime en una máquina una chapa con el mensaje «Harold ama a Maude». Por la noche, cuando se la entrega, a la luz de las estrellas, ella le confiesa que «Maude ama a Harold», y que esa chapa es el regalo más bonito que le han hecho en muchos años. Y a continuación, para sorpresa de Harold, la tira. La arroja con alegría al mar. «Así siempre sabré donde está», asegura ella, y él la mira todavía con más admiración.

Al día siguiente, comentando esta escena de la película con la poeta Dores Tembrás, ella coincidía en que tirar el regalo de aquella forma, en aquel lugar, hacía imposible su pérdida: se preservaba, curiosamente, para siempre. «Tirarlo al fondo del mar es el modo de no perderlo, de guardarlo», me dijo. En ese instante, cuando Maude se desprende de algo importante, se crea un espacio simbólico, ese en el que cae, y no puede verse, pero se adivina. Me quedé pensando en ello, y ahora creo que, en el fondo, todas las cosas inútiles a las que estamos unidos de una manera vaga, ficticiamente sentimental, podrían tirarse así, tratando de recordar el lugar en el que nos deshicimos de ellas, y ganaríamos en casa un espacio precioso.

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