Ahorro energético, pedagogía hiriente
Sobra el tono aleccionador, como si en los hogares cundiera el derroche
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
La abuela Dolores reutilizaba el aceite de freír. También solía tumbar la bombona de butano sobre el suelo de la cocina para aprovechar hasta la última gota del fluido. Ella, que venía del campo profundo, de la lluvia escasa, siempre consideró el agua un bien preciosísimo, de manera que a nadie en su reino se le hubiera ocurrido dejar el grifo correr mientras se cepillaba los dientes; se habría llevado un pescozón. Había literas azules en las habitaciones. Era una casa muy loca y divertida la suya —la mirada de niña así lo percibía—, un piso exiguo y con demasiados habitantes de horarios dispares: uno de los varones trabajaba en el turno de noche de la Seat, mientras que una de las chicas, una de mis tías más jóvenes, se sentaba muy temprano a la remalladora para rematar los cuellos y puños de prendas que atestaban el pasillo de bolsas negras. En la pugna entre el ruido maquinal y el sueño derrengando de la fábrica, alguna vez voló un zapato. Nada. Pequeñas historias que comparten espíritu con las que desgranó Luis Landero en una obra deliciosa, titulada ‘El balcón en invierno’: «Y pasó el tiempo, y el pueblo y el campo fueron quedando atrás, cada vez más atrás, pero ya inalterables en el ámbar de los recuerdos y sentimientos infantiles, ajenos a las mudanzas del tiempo, congelados en la memoria para siempre».
Bombillas apagadas
En el comedor de la abuela había una lámpara de brazos, la mayoría de cuyas bombillas estaban desenroscadas. Serían los años 70 cuando se encadenaban estas estampas bajo aquella luz insuficiente y melancólica, en medio de la llamada crisis del petróleo, ocasionada entonces por otra guerra, en este caso breve y en Oriente Próximo, la del Yom Kippur. La España desarrollista, donde pegó duró el mazazo, puso en marcha una campaña de ahorro energético que machacaba: «Aunque tú puedas pagarlo, España no». Pero si se aflojaban las bombillas entonces, no era tanto por concienciación, que desde luego no faltaba, sino porque las semanadas no alcanzaban. Un poco como ahora.
Son muy bienvenidas las medidas que acaba de anunciar el Gobierno para reforzar la protección social frente a la crisis energética que se avecina. Pero en ocasiones sobra el tonillo aleccionador que flota en el aire, en los noticiarios de las teles e incluso en la propaganda de los supermercados («descubre las 10 medidas para ahorrar en la compra»), como si los hogares estuviesen instalados en el vivalavirgen del despilfarro. El precio del descalabro lo pagarán las familias y la industria, cuando en este país ambas vienen muy bien enseñadas de casa.
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