La espiral de la libreta | Artículo de Olga Merino

Lo que se atisba desde la ventana

Postal desde Toulouse, capital del exilio republicano español

Otoño en Toulouse: que siga la fiesta

Otoño en Toulouse: que siga la fiesta

Olga Merino

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En el hotel de Toulouse, me toca en suerte una habitación minúscula, la 412, pero a cambio la ventana se abre a un cielo novelesco, como de Víctor Hugo. Desde aquí arriba, se atisban algunos tejados de teja roja, el campanario de la basílica de Saint-Sernin y un edificio de oficinas acristalado, con abejas obreras pegadas al ordenador en cada celda. Pienso en Rosa Montero, en su energía y el último de sus libros, ‘El peligro de estar cuerda’ (Seix Barral), en concreto en el capítulo donde cuenta —y muestra fotos— de lo que se ve desde las ventanas de los hoteles donde recala cuando está de bolos. Las vistas varían: desde el esplendor del Pacífico en Antofagasta (Chile), hasta la sordidez de patios interiores repletos de tuberías, condensadores y tripas que también exhiben cierta belleza melancólica. Vida nómada, de acá para allá, cual representante del textil en la posguerra. La industria libresca pivota sobre la exposición del autor.

La factura de la paz

Un grupo de africanos hace cola frente a una oficina de Western Union. Bicicletas, mendigos, comercios y la prisa relativa que se estila en provincias. El cliché de la vida urbana se perpetúa idéntico en cualquier latitud, si no fuera porque, en cuanto termine el almuerzo, cogeré el metro en la estación de Jean Jaurès, sindicalista y abogado del pacifismo. Se lo cepillaron tres días después del estallido de la Primera Guerra Mundial (al cabo de los años le dedicaron avenidas y todo eso). La tele del bistró habla de la escasez de combustible en las gasolineras.

Manuel Azaña

En estos días en Toulouse, donde el 10% de la población es de origen español, vengo conociendo a descendientes del exilio republicano, cada uno con su historia particular y la memoria muy viva de la Guerra Civil, casi como una seña de identidad. Cati cuenta que su padre cruzó la frontera en 1939 con tan solo 15 meses, mientras que su familia materna, oriunda de Valencia, había emigrado a Francia mucho antes de la contienda, huyendo del hambre. “Tuvieron una vida de peones”.

Quisiera escaparme un rato a Montauban, muy cerca, donde se encuentra la tumba de Manuel Azaña, el último presidente de la república. En la época, lo tildaron a menudo de derrotista, pero tal vez entrevió antes que nadie lo que se avecinaba en aquella España marcada por el sable y el hisopo. Su último gran discurso (‘Paz, piedad y perdón’) lo pronunció en el Ayuntamiento de Barcelona, en julio de 1938, con la intención de no prolongar la guerra… Qué difícil juzgarlo. 

Mientras tanto, su nombre se va difuminando en los temarios del bachillerato.

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