Artículo de Jordi Nieva-Fenoll

El idioma de los jueces

Las lenguas habladas en España diferentes del castellano deben tener una presencia normalizada en las instituciones comunes del país. Cada vez funcionan mejor los traductores automáticos. No es ya un problema de costes

El exdiputado de la formación en el Parlament de Catalunya Antonio Baños con un cuaderno a su llegada al Juzgado de lo Penal Número 30, a 29 de septiembre de 2022, en Madrid

El exdiputado de la formación en el Parlament de Catalunya Antonio Baños con un cuaderno a su llegada al Juzgado de lo Penal Número 30, a 29 de septiembre de 2022, en Madrid / ANDREA ZAMORANO/ACN

Jordi Nieva-Fenoll

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No pienso hacerme perdonar lo que voy a decir en este artículo diciendo que no me gustan las conductas de Eulàlia Reguant ni de Antonio Baños, o que no voto a ningún partido independentista. Lo que voy a expresar versa sobre valores democráticos esenciales que al menos para mí como jurista, y creo que para cualquier jurista, deberían estar por encima de cualquier otra consideración, porque son la esencia de nuestra convivencia.

En sus respectivos procesos por desobediencia, los dos políticos anteriores se negaron hace escasos días a declarar si no lo podían hacer en catalán, lo que fue permitido correctamente por el Tribunal Supremo en el caso de Reguant, pero impedido a Baños, por tratarse de un juzgado sin jurisdicción en todo el territorio nacional, sino solo en Madrid, donde la lengua catalana no es oficial. La decisión judicial obedece a cuanto dispone el artículo 231 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, así como incluso al artículo 9.1.a de la Carta Europea de las Lenguas Regionales y Minoritarias, tratado internacional ratificado por España, que confina el derecho a utilizar la lengua regional a los lugares en que el número de hablantes de dicho idioma lo justifique. Obviamente, no se trata del caso de Madrid.

Tampoco era el caso de Catalunya, Valencia e Islas Baleares cuando, desde principios del siglo XVIII, comenzó a ser introducida forzosamente la lengua castellana, y tampoco lo ha sido hasta hace bien poco, de hecho. Ni siquiera el actual escaso número de hablantes de lengua castellana –como lengua materna– en muchas zonas de esos lugares justificaría, con ese parámetro, que fuera oficial. Y sin embargo, no tiene el más mínimo problema de uso al establecer el artículo 3 de la Constitución su oficialidad en todo el Estado.

En consecuencia, las decisiones de los tribunales han sido respetuosas con el ordenamiento jurídico. Diferente es que la situación creada por esas normas sea la ideal. España, siguiendo la estela de Francia y a diferencia de otros Estados plurilingües –Bélgica, Suiza o Canadá entre otros–, ha aprovechado el fruto de una histórica imposición autoritaria, muy promovida durante el franquismo, para poner en valor el mito de la 'lengua común'. Es decir, se aprovechan los frutos de algo acaecido en el pasado que hoy podría calificarse como un delito de lesa humanidad al amparo del artículo 7.1.h del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. No creo que sea posible dudar hoy en día que impedir a una colectividad con identidad propia, usar oficialmente y aprender en las escuelas su lengua en su propio territorio histórico de origen, es hoy un crimen de lesa humanidad.

Pero no sirve de nada, ya a estas alturas, ponerse tremendistas, ni por el lado de los que pretenden volver a 1714, ni por el de aquellos que aterrorizados ante la posible pérdida de su influencia cultural, introdujeron en 1978 el 'deber' de conocer la lengua castellana en el artículo 3 de la Constitución. Sí es útil, en cambio, planificar el futuro para que no dependa de desgracias pasadas. Y en este sentido, las lenguas habladas en España diferentes del castellano deben tener una presencia normalizada en todas las instituciones comunes de todo el país. Cada vez funcionan mejor los traductores automáticos, además. No es ya un problema de costes.

Una de esas instituciones comunes es la justicia, que no está parcelada por regiones, sino que es única para todo el Estado, como proclama el artículo 117.5 de la Constitución, lo que debería implicar que al menos los acusados y los testigos –particularmente las víctimas–, en un trance tan difícil como su interrogatorio, puedan declarar en la lengua que usen con más frecuencia en su vida cotidiana, con independencia de que también conozcan la lengua castellana, por la sencilla razón de que la primera es su lengua natural, aquella en la que mejor se expresan.

Con ello se iría superando un pasado histórico amargo que, guste o no, está presente con enorme peso en la base esencial de las reivindicaciones de autogobierno que más fuerza tienen en España. Intentar promover, incluso indirectamente, el proceso de desaparición de esas lenguas, no es más que un acto desesperado de persistir en una tentativa de sustitución cultural ilegítima que jamás debió existir.

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