La espiral de la libreta

El tiempo en la era de la prisa tecnológica

Ningún reloj como el de arena simboliza mejor la finitud de la vida

Un reloj.

Un reloj.

Olga Merino

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El tiempo está hecho de una harina artificiosa, y cada cual lo amasa a su manera. Algunas personas son capaces de fabricarse jornadas preñadas de horas, esponjosas como hogazas de pueblo, mientras otras, entre las que me cuento, achicharramos la ‘baguette’ del día en cada hornada, sin hueco para nada, entre resoplidos, batallando con el concepto mismo, con la naturaleza ‘blandiblub’ del tiempo. Sobre todo desde que impera la prisa tecnológica. A cada instante irrumpe un 'email', un Whatsapp, un aviso, una llamada carcoma, «¿hablo con el titular de la línea?».

Odio los relojes. Cuando no existía el teléfono móvil, me guiaba por un artilugio ajeno atado a la muñeca, pues indefectiblemente se trataba de un obsequio, una herencia (de mi padre) o el descarte de algún amigo. Una sola vez adquirí un reloj con el deseo ávido de poseerlo, un enorme reloj de arena que compré en Vinçon, cuando aún existían en Barcelona lugares como Vinçon y había dinero en el bolsillo para fundirlo en chorradas. Un reloj de arena de una hora. Lo uso para los maratones de lectura o escritura, cuando no importa tanto la exactitud del instante como el transcurso placentero de la tarde, vuelta a vuelta del cachivache. A veces pierdo miserablemente el tiempo viendo derramarse el tiempo blanquísimo por el estrecho cuello, desde una ampolla de cristal hasta la otra.

La 'vanitas'

Ni el solar, ni las clepsidras, ni el de péndulo, ni los digitales, ni siquiera el Rolex de oro. Ningún otro reloj como el de arena representa en sí mismo y de una manera tan física el propio paso del tiempo, la inexorable finitud de la vida, a través la cantidad de polvillo que resta en el bulbo superior. Por eso aparece tantas veces en la pintura llamada ‘vanitas’, los bodegones del barroco sobre la vanidad de vanidades, acompañado de flores marchitas, frutas podridas, tal vez una copa de vino y con frecuencia una calavera. ‘Tempus fugit’.

Un dibujo

Acompaño a mi madre a una prueba de memoria en el CAP, que supera con mucha dignidad. Atina incluso con la tríada de palabras que le piden que retenga —peseta, caballo, manzana— para repetirlas cada tanto, a requerimiento sorpresa. Lo malo viene con el reloj, cuando le piden que dibuje un reloj. No hay manera: faltan números, sobra esfera, y ni rastro de las manecillas. Pero reacciona con intacto sentido del humor: se acuerda de cuando, hace 15 años, llevaba a su padre a idéntico examen, y el hombre, al contrario que ella, atiborraba el dibujo de cifras e incluso le preguntaba al médico si quería que le pintara más.

Odio los relojes.                          

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