Limón & Vinagre | Artículo de Josep Maria Fonalleras

Salvador Sunyer: el teatro, la literatura, las setas y la furia del mundo

Me recuerda a ese personaje de 'El estadio de Wimbledon', la novela de Danielle del Giudice, que lo sabía todo y que todo lo había leído, y que renunció a escribir nada

Salvador Sunyer

Salvador Sunyer / MARC MARTÍ I FONT

Josep Maria Fonalleras

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Este viernes empieza Temporada Alta, el festival de artes escénicas más importante y más extenso del país (de octubre a diciembre) y uno de los más destacados de toda Europa. En 1992, Salvador Sunyer, en compañía de Josep Domènech y Quim Masó, los socios de la empresa Bitò que lo gestiona, presentaban así la primera edición: “4 semanas de teatro en Girona; 4 espectáculos divertidísimos”. Este año, se presentan 107 (con 21 producciones propias, 70 montajes de la escena catalana y 17 internacionales) y la mayoría no son precisamente divertidos, sino que abogan “por combatir el pesimismo y el apocalipsis”, que es algo distinto, según ha declarado Sunyer, el director del festival. No quiere sermones en el escenario, porque, como decía Peter Brook, “el teatro no es para predicar ni para indicar el camino a seguir”, sino para hacer que se entienda el mundo, para agitar las conciencias, para sacudir el alma, para curarla.

Salvador Sunyer quizás no lo diría de este modo, porque no es muy partidario de frases lapidarias, sino de una concreción práctica de las cosas, me atrevería a decir que de raíz rural, injertada de una cultura libresca de primer nivel , que es fruto tanto de la vocación autodidacta de su padre (el Salvador Sunyer que fue poeta, político y activista), de la presencia constante de la madre bibliotecaria, Carme Bover, y de su propia obsesión por leer, por tragarse de madrugada todas las cosas que han sido escritas. O casi. Me recuerda a ese personaje de 'El estadio de Wimbledon', la novela de Danielle del Giudice, que lo sabía todo y que todo lo había leído, y que renunció a escribir nada. Pero intervino en la vida de los demás, de forma discreta, pausada, silenciosa.

Sunyer, antes de entrar en este microcosmos de la cultura, ejerció durante unos años de payés. Vivía en una masía en las afueras de Girona y cultivaba un huerto cuyos productos iba a vender en el mercado del Lleó. De ahí, seguramente, la familiaridad que mantiene con la mayoría de vendedores, cuando aparece los sábados por la mañana. Da igual la época del año, da igual el tiempo que haga, da igual que aquella semana estén en la ciudad Peter Brook, Korsunovas o Alain Platel: indefectiblemente va al mercado y se abastece de todo lo que después cocinará, una de sus grandes aficiones. Podríamos decir que este mercado de la ciudad no existiría si no existiera Sunyer. Y no es solo que sepa cocinar (desde las setas que él mismo va a buscar a un arroz colosal de bogavante o un platillo de tordos), sino que sabe comer, entendiendo esta sabiduría como una práctica continuada de la amistad en el entorno de una mesa. Con un grupo de amigos lleva más de 30 años siguiendo la costumbre inveterada de ir cada primer viernes de mes (un rito laico) al mítico Motel Empordà de Figueres, en una especie de club gastronómico donde cocina, eso sí, el señor Jaume Subirós. Y también conoce otros templos, de la mano de otros amigos, que van en busca de la oscura y puntiaguda becada.

Antes de los años agrarios, ejerció también de joven 'underground', con una cabellera que ya no tiene, y con el afán de clavar poemas en las paredes de su pueblo, Salt, como si fueran dazibaos, a mayor gloria de una absoluta libertad de espíritu y en contra de las convenciones burguesas. Diría que conserva, de ese tiempo, una naturalidad en la expresión y en el convencimiento sobre las cosas que desmonta todos los tópicos sobre los gestores culturales. Sunyer es un personaje que no atiende a convenciones, a las burguesas o a todas las demás. Confiesa que es pesimista por naturaleza y que la canción que le define es 'The end' de los The Doors. Es esa locura de Jim Morrison que habla del “final de todo lo que permanece”. Lo dice convencido, porque practica viejas enseñanzas, como las de Montaigne o Leautaud, de quien adquirió en una librería de viejo de Le Somail, junto al Canal del Midi, diez volúmenes de su 'Journal Littéraire'. Diez volúmenes que, desde luego, me dicen que se ha leído.

Exhibe un pesimismo, pues, que es sobre todo un antiromanticismo 'planiano', un cierto desapego que no es una pose, sino una convicción profunda pero a la vez nada trágica: más bien socarrona. Y después llega el otoño y empieza Temporada Alta, pero también la temporada de setas, que es el espacio y el tiempo donde es feliz. Su sueño sería retirarse, como un personaje de Chéjov, y recolectar trufas. Y dejar que desaparezcan lentamente el ruido y la furia del mundo.

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