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Editorial
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Editorial
Claroscuros del plan fiscal
El Ejecutivo ha entrado en la puja electoral en materia de impuestos, en lugar de buscar el consenso con el principal partido de la oposición y las comunidades autónomas
Si el plan fiscal acordado por los dos socios de coalición del Gobierno busca combatir la desigualdad y preservar el Estado del bienestar, como declaraba el domingo en este diario la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, el Ejecutivo tendría que haber tenido la valentía de afrontar una reforma integral de la fiscalidad, comprometida, por cierto, al inicio de la legislatura, y haber huido de nuevos parches, que más parecen responder a la batalla electoral con el PP que a la intención de establecer un sistema impositivo más justo. Revisar la fiscalidad en un momento de crisis, incertidumbre y altísima inflación, consecuencias de la guerra en Ucrania, se presenta como un ejercicio urgente para paliar los efectos perversos que la subida de los precios tiene en las economías más modestas y también para reclamar en esta difícil coyuntura la solidaridad de quienes tienen más como recomendó el economista jefe del Banco Central Europeo, Philip Lane, nada sospechoso de izquierdismo.
No obstante, las medidas que se adoptan en esta materia no pueden obviar la realidad fiscal de nuestro país, muy alejada en algunos aspectos del resto de países de la Unión Europea, en particular en la lucha contra el fraude, que en España deja mucho que desear. De manera que a la hora de establecer nuevos impuestos o nuevos tipos, nuestros gobernantes deberían tener en cuenta también que en muchas ocasiones quienes pagan, por ejemplo, el impuesto del patrimonio, o a partir del próximo año el de las grandes fortunas, son aquellos que no pueden -o no quieren- ocultar su riqueza en la economía sumergida, que representa el 25% del PIB español, o en los paraísos fiscales. Al tiempo que es legítimo preguntarse si es justo que con esos impuestos se grave por tercera o cuarta vez los ingresos de las clases medias que no pueden ocultarlos en sociedades fantasmas. Combatir la desigualdad y preservar el Estado del bienestar son objetivos loables, como también lo es que la fiscalidad busque la justicia redistributiva, pero es igualmente encomiable no penalizar el ahorro ni la actividad económica que genera puestos de trabajo y produce riqueza para el conjunto de la sociedad.
Cabe reconocer, sin embargo, que el Gobierno debía actuar frente a la subasta fiscal en la que habían entrado algunas comunidades, siguiendo la estela de la iniciada por la de Madrid hace tiempo, y tratar de frenar el 'dumping' fiscal. Pero la solución adoptada no parece la más acertada, porque en la práctica gravar a las grandes fortunas supone reimplantar el anacrónico impuesto de patrimonio allá donde ha sido bonificado total o parcialmente.
Otras de las medidas del Gobierno son más que razonables, dadas las actuales circunstancias. La decisión de aligerar la carga impositiva de las rentas medias y bajas, extendiendo la reducción por rendimientos del trabajo de los 18.000 euros actuales a 21.000, y también la de aliviar la presión fiscal sobre los autónomos y las pymes, encabezan esa clasificación. Son normas imprescindibles para amortiguar el peso de la inflación sobre las economías familiares. No se trata exactamente de la deflactación fiscal sobre el IRPF que pedía el PP, pero se le parece mucho. No se entiende, por tanto, que también el Ejecutivo haya caído en la trampa de la puja electoral en lugar de buscar, en un momento tan crítico, el consenso con el principal partido de la oposición y con el conjunto de las comunidades autónomas sobre cuestiones concretas en las que las discrepancias son mínimas o simplemente inexistentes.
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