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Las lecciones del 1-O

No existe un ‘mandato’ político alguno de la consulta de hace cinco años, pero sí un espejismo en el que ha sobrado tacticismo y ha faltado autocrítica

Una urna en un colegio durante la jornada del 1-O

Una urna en un colegio durante la jornada del 1-O / FERRAN NADEU

Cuando se cumplen los cinco años de la consulta independentista del 1 de octubre de 2017, la primera constatación que se impone, en el plano político, es que los promotores de aquella consulta han malbaratado el capital político que pudieran haber acumulado gracias a la movilización de los ciudadanos aferrándose al inexistente mandato del 1-O que algunos pretenden invocar. No solo no han sabido administrar su herencia, sino que -en el terreno de la gestión de gobierno- el ‘procés’ se ha convertido en ‘retrocés’, como lo evidencia la crisis abierta entre los hasta ahora socios del Govern. El punto de tensión máxima entre ERC y JxCat es la dinámica de la última década: una huida hacia adelante en la que ha sobrado tacticismo y ha faltado autocrítica.

La cuestión nuclear es que la hoja de ruta del ‘procés’ se fue escribiendo sin evaluar sus costes: fracturó el catalanismo político, quebró el consentimiento social sobre el autogobierno y amenazó el tejido económico del país. El ‘president’ Mas puso electoralmente en marcha el ‘procés’, en otoño de 2012, con su apuesta fallida de obtener una «mayoría excepcional» e impulsó después la consulta del 9-N de 2014, pero acabó en la «papelera de la historia», en expresión de la CUP. Sus herederos promovieron las llamadas «leyes de desconexión» -«no susceptibles de control, suspensión o impugnación por parte de ningún otro poder, juzgado o tribunal»- que sentaron unas bases jurídicas tan inexistentes como dudosamente democráticas para un referendo.

Sin embargo, esta fragilidad jurídica e institucional del independentismo político contrastó ese 1-O con la solidez del movimiento social que lo arropó. Así lo evidenciaron los éxitos de convocatoria en las sucesivas manifestaciones del Onze de Setembre y el complejo dispositivo organizativo que permitió abrir las mesas de votación. Basta con refrescar la memoria para comprobar cómo aquel despliegue de medios y de complicidades (que despertaba la ilusión de muchos ciudadanos pero suponía una «desconexión» también con la voluntad del resto de ellos y con la legalidad) era inversamente proporcional a la previsión de los responsables políticos. Se había impulsado sin las garantías económicas, políticas y reconocimiento internacional de que se decía disponer. El Govern, como verbalizó una de sus miembros, iba de «farol».

En este contexto, la reacción política del Gobierno central, presidido entonces por Mariano Rajoy, no solo fue tardía sino desproporcionada. La Generalitat, a primeras horas del 1-O, proclamó el «censo universal» -facultaba para votar en cualquier mesa-, una decisión que, sumada a la unilateralidad del referendo, la falta de una campaña contradictoria y la ausencia de una autoridad electoral, lo deslegitimizaba a ojos de los observadores. Sin embargo, el mismo Gobierno central que en la consulta del 9-N había mirado hacia otro lado movilizó a unas fuerzas policiales que, al extralimitarse en su actuación, contribuyeron a dar la dosis de apariencia de legitimidad política de la que carecía jurídicamente el referendo.

No existe, en consecuencia, mandato político alguno del referendo del 1-O, pero sí unas lecciones políticas que todas las partes deberían haber aprendido. El Gobierno central parece haberlo hecho solo en parte, al promover los indultos y la vía del diálogo político, aunque sigue sin asumir que un movimiento social de tal dimensión requería alguna respuesta en positivo. El Govern de la Generalitat, ahora en crisis abierta, debería haber aprendido a diferenciar entre la legítima aspiración a la independencia de una parte de los catalanes y el callejón sin salida del 1-O. Así parece haberlo entendido el ‘president’ Aragonès al lanzar una propuesta que, más allá de su viabilidad, entierra la unilateralidad. Otros o aún no lo han hecho, o consideran rentable políticamente no darse por enterados.