Opinión | DIVIÉRTETE AHORRANDO
Manuel Guedán
El no ya lo tienes, ahora ve a por el ataque de ansiedad
La tenacidad, la perseverancia y la resiliencia tienen un coste: la frustración, la vergüenza, la ansiedad

Cajas de medicamentos contra la ansiedad / ELISENDA PONS
Un mantra se repite entre las madres y padres más bienintencionados de España: «por intentarlo no pierdes nada». Madres y padres las hay de todas las formas y colores, pero en mis años de profe de Secundaria aprendí que casi todos tienen una cosa en común: están aterrorizados. Muertitos de miedo. El porvenir de sus hijos es una gran incógnita, y nada les gustaría más que garantizar su éxito profesional y su felicidad —aquí empiezan las divergencias: unos piensan más que lo primero traerá lo segundo, otras al revés y otros no los distinguen—, pero saben que no está al alcance de su mano.
Esa impotencia —la peor de las posibles porque contiene un poquito de potencia—, trata de canalizarse con ese «por intentarlo…» que a veces se formula también con un «pero no te cierres puertas». Yo solo he oído hablar de una casa que tuviera las puertas siempre abiertas y es la de Joaquín Sabina en sus años más agitados. El cantante ha contado muchas veces que tuvo que acabar cambiando la cerradura porque alguna vez se despertó y se encontró a unos desconocidos, de after, pintando rayas en su salón. Sin moralizar, pero no es la imagen que uno quiere como metáfora del futuro profesional de su hijo, y es que si no te cierras puertas, puede acabar entrando cualquiera.
Hay excesos o torpezas de los padres que indignan, pero esta no. Es fácil comprender que su tozudo posibilismo viene de ese miedo abisal del que hablábamos. Y sin embargo, aunque merece nuestra comprensión, las consecuencias de repetir esos mantras son terribles. Sobre todo porque no los repiten solo ellos. En el ajo están los padres, la CEOE, los gimnasios, Hollywood y los coaches. Todos propagan el valor de la tenacidad, la perseverancia y la resiliencia. Que, oye, son importantes y está bien defenderlas; el problema es que, del otro lado, no hay nadie enseñándonos a rendirnos: cuándo hacerlo, cómo hacerlo y qué contarte después a ti mismo y a los demás. Cómo lidiar con la frustración y cómo encarar lo que viene después, que no es sino dedicarte a lo que no querías.
Me cae muy bien Bartleby y me gusta mucho El derecho a la pereza de Paul Lafargue, pero aquí no hablo del gozo de decir no, ni del placer de renunciar a la ambición, que son otros grandes temas. Lo de hoy va de intentarlo y no conseguirlo. O, menos abstracto: de cuándo echar el cierre de la tienda antes de que las deudas sean inasumibles, de cuándo dejar de hacer castings, de cuándo parar de mandarle mensajes de cortesía a aquel tipo bien conectado que una vez, con aire desganado, te dijo que tal vez tendría algo de trabajo para ti. De eso habla el título de esta columna, que es un maravilloso tuit que vi pasar (y que hoy cuando he vuelto a buscar, para citar debidamente, ya no he podido localizar). Porque la tenacidad, la perseverancia y la resiliencia tienen un coste: la frustración, la vergüenza, la ansiedad. Y porque además del evidente esplendor de la épica, tenemos que enseñar a apreciar la esquiva y pírrica belleza que reside en la resignación.
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