BARRACA Y TANGANA

Chuta más fuerte

Imaginad qué pena daría yo, infinita: un niño entonces de seis años que lloraba en su habitación por no ver un Rumanía-Unión Soviética

Campo municipal de fútbol Josep Seguer

Campo municipal de fútbol Josep Seguer / Ayuntamiento de Parets

Enrique Ballester

Enrique Ballester

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A veces las cosas no son lo que parecen. Teo y yo estábamos esperando a que su hermana saliera del conservatorio. Teo llevaba una pelota de plástico reciclado -porque está recibiendo una excelente educación interdisciplinar- y se puso a chutar contra la pared más cercana. La pared más cercana era la pared de una iglesia, en el único espacio despejado de la plaza. Yo estaba cansado como siempre, cansado porque sí, cansado de vivir, así que me senté en la escalinata para vigilar al pequeño Teo, que cruzaba voleones con el entusiasmo que solo un niño de seis años puede mostrar al volear una pelota.

La escena me hacía feliz, pero pronto me di cuenta de que estábamos bordeando un delito variado. Primero por jugar con una pelota en una plaza -aunque vi que había desaparecido el cartel de 'Prohibido jugar a la pelota' que tanto odiaba-, y segundo porque la insistencia de la zurda de Teo, con sus veinte chuts por minuto sobre los muros centenarios de la iglesia, se podría considerar un atentado al patrimonio en toda regla. Estaba a punto de decirle que parara, no fuera a ser que alguien se enfadara, cuando vi que se me acercaba una señora mayor. Lógicamente temí lo peor, porque como padre siempre pienso que me van a reñir, y además no podía interpretar la expresión de su cara porque yo no llevaba las gafas.

La señora se me plantó enfrente y me preguntó si ese psicópata de la pelota era mi hijo -sin decir lo de psicópata- y yo asentí poco convencido, por si acaso, pensando ya en la justificación ante la bronca, pero a veces las cosas no son lo que parecen. “Es igual que mi hijo cuando era pequeño”, me dijo, y yo 'ah, jeje'. La señora se giró hacia Teo y se marchó al grito de “¡Chuta más fuerte!”, dejándome ahí en la escalinata, esperando y aún cansado de vivir, pero ahora orgullosísimo de mi ciudad, de mi país y de mi especie.

Hay gente que va y gente que espera. La señora es de las que va y yo soy de los que espera. Se me da bien esperar, así ha sido siempre. Esperar a y esperar que. Esperar a que me pasen el balón. Esperar que alguien se fije en mí. Esperar que mi equipo gane algo. Esperar que los problemas se resuelvan solos. Esperar a la jubilación. Esperar a que mi hija salga del conservatorio igual que esperaba a que saliera su madre, igual que un día esperaré a mi nieta. Se me da bien esperar. No me molesta.

Doble epifanía

A veces las cosas no son lo que parecen, pero siempre tienen un porqué. ¿Por qué siempre desconfío de los árbitros y de la tecnología en el fútbol? Quizá la otra noche hallara por fin la respuesta. Estaba hablando con Machicado y la conversación derivó hacia uno de mis primeros recuerdos del Mundial: un partido de Italia '90 entre Rumanía y la Unión Soviética. Lo recuerdo porque mi padre me había castigado sin verlo porque en lugar de comer había estado jugando partiditos de fútbol con trocitos de pescado sobre la mesa, pero al rato le debí de dar tanta pena que me dejó ver la segunda parte, porque imaginad qué pena daría yo, infinita: un niño entonces de seis años que lloraba en su habitación de Castellón por no ver un Rumanía-Unión Soviética.

El caso es que busqué el resumen y me topé con una doble epifanía: un escándalo de penalti que no era –los árbitros entraron así en mi cabeza- y unas repeticiones simuladas con computadora --una supuesta modernez que no aportaba nada-. Lo vi y lo pensé, ya está: quizá lo mío de ahora venga de allí, de ese trauma, porque las cosas siempre tienen un porqué, lo sean o lo parezcan.

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