Putin, omnipresente
El líder ruso ha conseguido lo que persigue cualquier aspirante a inmortal. El don de la ubicuidad
Josep Cuní
Periodista.
Sería muy negativo para Europa que Georgia Meloni ganara las elecciones del domingo en Italia. Lo decía en RNE su gran rival, Enrico Letta, mientras la derecha sentaba a sus seguidores en la Piazza del Popolo de Roma. El escenario desprendía el olor a triunfo con el que se embriagaba un público ansioso de cambio. Las respuestas simples a los problemas complejos que sufre aquel país daban alas a pensar que las penurias acabarán con el sufragio. Y con él, los efectos de la guerra. Pero Letta insistía.: Italia se está empobreciendo por momentos. El aumento del precio de la energía se hace insostenible. Putin está jugando un papel muy negativo en estos comicios a través de la crisis energética. Hay miedo. Y esto ayuda al populismo, el gran protagonista de la campaña.
Después del mitin en el que reapareció, Silvio Berlusconi, uno de los impulsores del cambio, se fue a la televisión, su medio natural, para justificar a su amigo ruso. Todo lo que está haciendo Moscú es por urgencia humanitaria, justificó. Para salvar a las repúblicas prorrusas del Donbás de los ataques de Zelenski. Por eso, el Gobierno de Kiev debía ser sustituido. Era necesario entrar en la capital de Ucrania y, acabada la operación especial, todo volvería donde debía. Pero no fue. Y la ya lejana especulación que dio alas a pensar que la guerra sería cuestión de días, máximo semanas, se esfumó con la rapidez que lo hace el aroma del café cuando se enfría.
A casi 7.000 kilómetros, en Nueva York, la Asamblea General de la ONU se solapaba, a la misma hora de Roma, con la reunión del Consejo de Seguridad. Allí, las partes se oían pero no se escuchaban. Se observaban recelosas mientras replicaban sus respectivos monólogos sin que nadie esté en condiciones de pronosticar cuándo se pueden convertir en diálogo. El líder ruso ni estaba ni se le esperaba. Pero su presencia dominaba tanto los escenarios de los debates como el recinto en su totalidad. Y llegaba, por extensión, tan lejos como hoy llega su eco. A Pekín o Ankara, donde se disputan la mediación. Y a Bruselas, donde se estudiaban nuevas sanciones para rebatir el discurso de las horas anteriores del Kremlin, llamando a filas a 300.000 reservistas pero también otorgándose la posibilidad de que sean los que se precisen cuando se necesiten. En las calles de las principales ciudades rusas las protestas reprimidas. En los hogares desprevenidos, la caída de la venda que cubría sus miradas despreocupadas. Han descubierto que están en guerra. Y huyen.
Así fue como Vladímir Vladimirovich Putin (San Petersburgo, 7 de octubre de 1952) consiguió lo que persigue cualquier aspirante a inmortal. El don de la ubicuidad. Sobrevolando todos los territorios de la paz temerosa, de la guerra destructiva, de los riesgos asumidos, de los miedos acumulados, de los valores perdidos y de los conceptos equivocados. El mundo mira a Putin. Una parte le observa mientras calcula. Otra le combate, para mantener a flote su fuerza tradicional y preservar su hegemonía. Y una tercera le sufre directamente, tanto en sus vidas como en sus muertes.
La propaganda occidental dice que el viejo espía de la KGB está acorralado. Si es cierto, cuidado. No hay animal más peligroso que el que se ve obligado a defender su último aliento. Y tiene a su alcance un botón. Nuclear.
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