Las exequias de Isabel II: lentidud como divisa del adiós
Todo el mundo ha caminado mucho, detrás del ataúd o haciendo cola para verlo. Lentamente. Como si ningún ruido del mundo frenético tuviera que perturbar el luto
Josep Maria Fonalleras
Escritor
Acabo de escribir este artículo a diez minutos de las seis de la tarde (hora española). Es decir, mientras el gaitero real camina hacia el final del pasillo que rodea la capilla memorial del rey Jorge VI, donde con lentitud, en medio de una elegante combinación de rombos blancos y negros, ha descendido el féretro de Isabel II. Han terminado, pues, 11 días larguísimos en los que hemos asistido a una serie de ceremonias sin fin que han culminado en "el mayor acontecimiento que el mundo verá nunca". Son palabras del presidente de la Cámara de los Comunes y quizás (sólo quizás) son algo exageradas, pero, monárquicos o no, respetuosos o distantes, socarrones o devotos, muchos hemos mirado las exequias, el recorrido del cadáver, la entronización del nuevo monarca, la pomposidad y la circunstancia de este espectáculo global. Escribo "espectáculo" con todas las letras, porque finalmente habrá sido esto. Porque todo el montaje -desde los ritos más estrictos y seculares hasta las pocas improvisaciones que hemos visto-, todo ello, se ha retransmitido con la voluntad de ofrecer un todo a cien televisivo que nos ha mantenido enganchados a la pantalla, ya fuera para descubrir detalles que desconocíamos y con los que nos hemos familiarizado, ya fuera por quedar hipnotizados ante la disciplina castrense (el rigor militar que liga con el tiempo de la uniformidad pautada) o para contemplar la gran variedad de vestimenta que el antiguo imperio tiene guardada en el armario de las viejas glorias.
Conozco a personas nada proclives al éxtasis mortuorio o a los desfiles marciales que no han podido apartar los ojos ante la exhibición de estandartes, banderas, gaitas, percusión, sables, caballos, flecos y penachos y marineros tirando del carro con los restos mortales, a lo largo de The Mall. De la misma forma que tampoco se han levantado del sofá en la última caminata del séquito hacia la capilla de San Jorge, en Windsor, el Long Walk, un largo sendero que señalaba el camino de la reina hacia el agujero irrenunciable. Es muy probable que quien diseñó estos 11 días de despedida pensara en la lentitud como divisa del adiós. Todo el mundo ha caminado mucho, detrás del ataúd o haciendo cola para verlo. Lentamente. Como si ningún ruido del mundo frenético tuviera que perturbar el luto. Como si esto (lo que con tristeza pedía Auden) fuera posible. Quizá esté aquí la raíz del espectáculo, de esta función británica, de la ficción que hemos vivido.
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