El desierto acecha a los independentistas
La aspiración de obtener la mayoría social ha quedado a medio camino, por lo que tendrán que enterrar el mantra de una independencia de materialización inevitable e inminente
Jordi Mercader
Periodista.
Jordi Mercader
Los números no engañan y estos dicen que el independentismo ha fracasado en su propósito de ampliar la base social. El fracaso, certificado en la reciente celebración de su fiesta anual, debe ser atribuible a los muchos errores cometidos por sus dirigentes, sus partidos y sus entidades movilizadoras. Y también, claro, a la dificultad objetiva de pretender convencer a los incrédulos y a los partidarios de otros modelos institucionales para que abracen una idea que divide al país y que se ha venido expresando desde la pura descualificación de los no afectos. Primero fue aquel “no es demócrata quien no quiere el referéndum”; después llegó el “no es demócrata quien no se enfrenta al Estado en solidaridad con los independentistas judicializados” y, finalmente, “el buen catalán solo puede ser independentista”.
Este despropósito en el marketing ayuda a entender que la aspiración de obtener la mayoría social haya quedado a medio camino. Una evidencia que, sumada a la deserción por frustración de algunos que se creyeron estos eslóganes, da como resultado el retroceso real de la causa, aunque mantengan la fuerza suficiente para ganar elecciones autonómicas. Los momentos más felices del soberanismo se vivieron mucho antes del otoño negro de 2017 y esto ya debería suponer un mensaje para sus dirigentes. Desde el 1-O por la mañana, el agente de sostenibilidad esencial del secesionismo ha sido el estado, gracias al empeño de algunos jueces enervados y un puñado de policías de opereta. Sin embargo, ni este factor ni la esperanza ciega en una justicia europea incierta han podido evitar la travesía del desierto, ganada a pulso, ciertamente.
Este desierto teórico les ofrecerá una buena oportunidad para enterrar el mantra de una independencia de materialización inevitable e inminente, como se proclamó alegremente, y para cerrar una etapa sin liderazgo, pero plagada de dirigentes aventureros, catequistas, soñadores o simples funcionarios de partido. Todo este cúmulo de problemas no se solventan con apelaciones a la unidad. La unidad que han intentado exhibir de vez en cuando y la que pudieran alcanzar a corto plazo para superar la actual crisis se ha revelado siempre como artificiosa, un eslogan instrumental para salvar los muebles parlamentarios. Las discrepancias de los dos planes vigentes, de ingenuidad pareja –la independencia llegará por la negociación con el Estado o la independencia llegará el día que queramos--, indican con claridad que no pueden hacer camino conjunto.
Naturalmente, No es lo mismo hacer frente a las penurias emocionales y materiales de la travesía del desierto desde la comodidad de los despachos de Gobierno que a la intemperie de todo beneficio institucional. Sin embargo, siendo la división entre ellos tan profunda, y parece que tan insuperable con los actuales protagonistas, no les quedará más remedio que hacerse fuertes en sus respectivas facciones, intentando ganar en el seno de cada una de ellas la cohesión imprescindible para superar la etapa con alguna garantía.
Habrá que ver cómo evolucionan estos viejos e increíbles planes, sin descartar que durante la travesía aparezcan nuevos grupos de soberanistas con formulaciones propias. A pesar de todo, el proyecto de la secesión sigue siendo mágico para un buen número de catalanes, pero estos deberán asumir la exigencia de convivir por mucho tiempo con otros catalanes que discrepan de la necesidad o la viabilidad de la independencia y que cada día suman más, según los sondeos.
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