Limón y vinagre | Artículo de Jorge Fauró

Dios salve a Camila

A pesar de ser la primera, siempre fue ‘la otra’. Su formidable campaña de imagen y el reconocimiento de Isabel II han logrado su aceptación por más de la mitad de los británicos, que no olvidan a Diana

Jorge Fauró

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A pesar de ser la primera, ella siempre fue ‘la otra’. A veces pasa. Casi siempre pasa. Es un efecto rebote con tufo sexista que rara vez se aplica a los hombres, ese tufo que acaba cuestionando la promiscuidad marital de ellas, pero jamás la de ellos. Nadie diría de Isabel Preysler que los maridos que tuvo después de Julio Iglesias (un exministro de la izquierda exquisita, un aristócrata y un premio Nobel) fueron ‘el otro’. Primero, porque no mediaron infidelidades; y, segundo, porque a nadie se le ocurriría otorgar a alguno de los tres citados -todos en la cúspide del triunfo social- el papel de segundón. Y, sin embargo, Camila de Inglaterra (o de Reino Unido, por ser exactos), siempre fue la segunda cuando en realidad era la primera, porque a su marido, el rey Carlos III, le impusieron como esposa a la que era otra respecto de la primera, que en realidad no era ni la primera ni la otra. Un lío tremendo. Ocurre a menudo en las casas reales, que acostumbran a arrumbar a las amantes en los sótanos del 'ahítepudras', vilipendiadas, señaladas, desterradas en un cruel ostracismo. Basta imaginar a Bárbara Rey o a Corinna como reinas eméritas.

Nacida Camila Rosemary Shand, luego Parker-Bowles, hasta hace días duquesa de Cornualles, la ascensión de Camila (Londres, 75 años) a reina consorte es el triunfo de la otra o -si prefieren la sacarina- la versión romántica de los cuentos de príncipes, el empoderamiento de la bruja mala que se convierte en buena y acaba sentándose a la derecha del rey. «No fue fácil. Fui escrutada durante tanto tiempo que tuve que encontrar una manera de vivir con ello», declaró a Vogue hace meses. Menudo historión para Disney. El príncipe del que fue segundo mayor imperio del planeta (ahí les ganamos) y principal monarquía de Europa (ahí nos ganan) se casa con Diana, la joven y atractiva hija del octavo conde de Spencer, pero está enamorado de la no tan noble ni atractiva (el tufo otra vez), casi plebeya Camila, de padre militar, nieta de un barón de tercera, que ejerce de amante durante años frente a una alelada princesa adorada por los súbditos, ‘la princesa del pueblo’, atormentada, víctima. «En mi matrimonio somos tres y eso es multitud», confesó Diana en 1995 a la BBC.

La tercera de ese vértice es hoy reina consorte. Como en los cuentos, la rana tanteó al príncipe. Ocurrió en 1970 en un partido de polo (¿qué, si no?). Les presentó la hija del embajador chileno. Camila sufría de amores y su amiga se conjuró para buscarle pareja. Encarrilada la historia de los dos amantes, las versiones sobre la posterior ruptura se bifurcan como el sendero de Borges: Isabel II ordenó romper el noviazgo, Camila se cansó de esperar o Carlos optó por alejarse, pensando en futuras reinas de sangre más azulada. Como furtivos, luego volvieron. El caso es que Camila se casó en 1973 con un brigadier con el que tuvo dos hijos y Carlos y Diana subieron al altar en 1981. Andrew Parker-Bowles, antes novio de la princesa Ana, tenía 34 años; Camila, 26. Exudaban un carácter abierto y divertido y el gusto por encadenar una juerga tras otra como solo las clases altas británicas de los 70 eran capaces de hacer, el glam de abolengo que engatusó al príncipe de Gales, probablemente uno de los tipos más aburridos de su generación. Mujeriego empedernido, el militar Parker-Bowles jamás abandonó esa faceta y Camila y él acabaron divorciándose en 1995. Carlos y Diana en el 96, cuatro años después de separarse. Paradoja: los dos hombres terminaron casándose con sus amantes. Y todos tan amigos.

La muerte de Diana en el 97 sumió a los ingleses en la pena, a Isabel II en las críticas y a Camila en el infierno. Detestada por el pueblo, contra todo pronóstico y pese a los escatológicos intentos del MI5 por dinamitar a la pareja ante la probable circunstancia de que ella acabara en reina («¡Si pudiera vivir metido en tus pantalones», «¿Te vas a convertir en unas bragas?», «Dios no lo quiera; en un Tampax», «¡Ay! Qué idea más buena»), Carlos y Camila hacen su primera aparición pública como pareja en 1999. En 2005 se casaron. Ella católica, él anglicano, ni Isabel II ni el duque de Edimburgo asistieron al enlace, que según las Leyes de Matrimonio Real de 1753, solo la unión religiosa otorga validez para un miembro de la familia real británica.

Con apenas un 34% de apoyo popular, una calculada campaña de lavado de imagen a través de entrevistas (The Oldie, Country Life y Vogue, frente a los tabloides que nunca hasta ahora habían dejado de atacarla), el trato cordial con los periodistas, causas bien elegidas -la primera de todas, la que Camila promueve contra la violencia de género- y, sobre todo, el espaldarazo de Isabel II el pasado febrero, bendiciendo su papel de futura reina consorte, lograron dar la vuelta a los sondeos, que le otorgaron una popularidad del 55% tras el aldabonazo de la difunta reina: «Cuando mi hijo Carlos se convierta en rey, sé que le daréis a él y a su mujer, Camila, el mismo apoyo que me habéis dado a mí». Lejos quedan los tiempos en que, tras la muerte de Lady Di, Camila no podía pisar la calle. Hoy es reina consorte. ‘La otra’ ha ganado. Dios salve a Camila. Dios salve a las otras.

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